Psicosis es posiblemente la película más famosa de Alfred Hitchcock, pero estaba basada en una novela homónima de Robert Bloch, que hasta el estreno de la película en 1960 era casi desconocida; de hecho, había tenido tan poco éxito que Hitchcock pudo comprar casi todos los ejemplares de la novela en circulación para que nadie conociera el final (la obsesión de Hitchcock por que nadie descubriera la última vuelta de tuerca de la película era célebre; cuando los periodistas le preguntaron de qué se trataba Psicosis, él respondió: "es sobre un chico que tiene problemas con su madre"...)
La principal diferencia entre el Norman Bates del libro y el de la película es que el Bates de Bloch era un cuarentón, gordo, calvo y con anteojos, y que el Bates de Hitchcock era un veinteañero bastante atractivo (quien lo interpretaba, Anthony Perkins, era joven entonces). Y es un cambio para bien, puesto que permitía al espectador sentir más simpatía por él.
En este primer capítulo de la novela, se nos muestra una conversación entre Norman y su madre, una mujer con quien tiene una relación de amor/odio.
Norman Bates oyó el ruido y se estremeció.
Era como si alguien estuviera golpeando los cristales de las ventanas.
Levantó la mirada, rápidamente, dispuesto casi a ponerse en pie, y el libro resbaló de sus manos para caer en su amplio regazo. Entonces comprendió que aquel ruido era tan sólo lluvia, la lluvia que caía al morir la tarde, cuyas gotas golpeaban la ventana de la salita.
No se había dado cuenta de la llegada de la lluvia, ni de la penumbra. Pero la salita estaba ya bastante a oscuras, y antes de proseguir su lectura alargó la mano para encender la lámpara de sobremesa.
Era una lámpara anticuada, con una pantalla adornada y lágrimas de cristal. Podía recordarla desde que tenía uso de razón, y su madre se negaba a desprenderse de ella. A Norman no le importaba; los cuarenta años de su vida habían transcurrido en aquella casa y era agradable y tranquilizador sentirse rodeado de cosas conocidas. Allí dentro todo estaba ordenado; los cambios sólo se producían en el exterior. Y la mayor parte de ellos llevaban en sí una amenaza en potencia. ¿Y si se le hubiera ocurrido pasar la tarde paseando, por ejemplo? Tal vez se hubiese encontrado en alguna solitaria carretera vecinal o incluso en los pantanos, cuando empezó á llover. Se habría calado hasta los huesos, y se hubiera visto obligado a regresar casi a ciegas a su casa, en la oscuridad. Y el enfriamiento que seguramente hubiera cogido le habría podido causar la muerte. Además, ¿a quién le gustaría estar fuera de casa, después de oscurecer? Era mucho más agradable encontrarse en la salita, leyendo un buen libro.
La luz alumbraba su cara regordeta, se reflejaba en sus gafas de lentes montados al aire, y bañaba su rosado cuero cabelludo bajo el escaso cabello rubio, cuando se inclinó para proseguir su lectura.
Era un libro realmente fascinante, y no debía extrañarle que no hubiese observado el rápido transcurso del tiempo. Norman jamás había encontrado parecida abundancia de curiosa información como en The Realm of the Incas, de Víctor W. Von Hagen. Por ejemplo, aquella descripción de la cachua, o danza de la victoria, en la que los guerreros formaban un gran círculo, moviéndose y retorciéndose como una culebra. Leyó:“El redoble se efectuaba generalmente en lo que había sido el cuerpo de un enemigo; había sido desollado, estirándose el vientre para formar un tambor, y todo el cuerpo actuaba a modo de caja de resonancia, mientras los sonidos salían por la boca abierta; era algo grotesco, pero efectivo”.
Norman sonrió permitiéndose después el lujo de un tranquilizador estremecimiento. Grotesco pero efectivo... Sí, debió haberlo sido. ¡Desollar un hombre -vivo, probablemente- y luego estirarle el vientre para utilizarlo como tambor! ¿Cómo lo harían para conservar la carne del cadáver, para evitar que se corrompiera? Y, además, ¿qué mente habría concebido semejante idea?
No era un pensamiento agradable, pero cuando Norman entornó los ojos casi pudo visualizar la escena: una multitud de guerreros pintarrajeados y desnudos, retorciéndose al unísono bajo un cielo salvaje y ardiente, y al viejo, sentado en cuclillas ante ellos, arrancando un inacabable ritmo del vientre hinchado y distendido de un cadáver, cuya boca se mantendría probablemente abierta fijándola con grapas de hueso, para que pudiera salir por ella el sonido. Los golpes dados en el vientre repercutirían en los encogidos orificios interiores y surgirían, ampliados y con toda su fuerza, por la muerta garganta.
Por un momento Norman casi oyó el redoble (y entonces recordó que también la lluvia posee ritmo) y unos pasos...
En realidad, percibió los pasos antes de oírlos; un largo hábito venía en ayuda de sus sentidos cuando su madre entraba en la habitación. Ni siquiera tuvo que levantar la mirada para saber que estaba allí.
No miró, sino que fingió seguir leyendo. Su madre había estado durmiendo en su habitación, y Norman sabía lo malhumorada que solía estar al levantarse. Por tanto, lo mejor era no decir nada y confiar en que, por una vez, no estuviera de mal humor.
-¿Sabes qué hora es, Norman?
Norman suspiró y cerró el libro. Sabía que tendría dificultades con ella; aquella pregunta era un desafío. Había tenido que pasar frente al reloj del vestíbulo para ir a la salita y pudo ver fácilmente la hora.
Pero no lograría nada discutiendo. Norman consultó su reloj de pulsera y sonrió.
-Las cinco dadas -repuso-. No sabía que fuera tan tarde. Estaba leyendo...
-¿Crees que no tengo ojos? Ya veo lo que has estado haciendo -Se acercó a la ventana y miró afuera, a la lluvia-. Y también veo lo que no has hecho. ¿Por qué no encendiste el rótulo al oscurecer? ¿Y por qué no estás en el despacho, como debieras?
-Empezó a llover muy fuerte y no creí que hubiera tránsito con este tiempo.
-¡Bah! Con ese tiempo es más probable tener huéspedes. A mucha gente no le gusta viajar cuando llueve.
-¡Pero si nadie viaja ya por esta carretera...! Todo el mundo utiliza la nueva.
Norman advirtió la amargura de su propia voz; le pareció sentirla en la garganta e intentó contenerla, pero por fin tuvo que librarse de ella.
-Ya te dije lo que sucedería, cuando nos dijeron confidencialmente que cambiaban el trazado de la carretera principal. Entonces hubieras podido vender el motel, antes de que la noticia fuera de dominio público. Hubiésemos podido comprar tierras a buen precio junto al nuevo trazado, y estaríamos también más cerca de Fairvale. Ahora podríamos tener un nuevo motel, una casa nueva y dinero. Pero no quisiste hacerme caso. Nunca prestas atención a lo que te digo. Siempre ha de ser lo que tú quieres y lo que tú piensas. ¡Me enfermas!
-¿Sí, muchacho?
La voz de su madre era falsamente suave; Norman no se dejó engañar. Tenía cuarenta años y lo llamaba “muchacho”; y además lo trataba como a tal y eso empeoraba las cosas. ¡Si al menos no tuviera que escucharla! Pero tenía que hacerlo, sabía que no podía rebelarse, que siempre tendría que escucharla.
-¿Sí, muchacho? -repitió aún con mayor dulzura- Te enfermo, ¿eh? No, muchacho, no soy yo quien te enferma, sino tú mismo. Y ése es el verdadero motivo de que estés aún aquí, junto a una carretera secundaria. Nunca tuviste valor, ¿eh, muchacho? Nunca tuviste el valor de marchar de casa, de buscarte un trabajo o alistarte en el Ejército o conseguir novia...
-¡No me hubieses dejado!
-Eso es, Norman. No te hubiese dejado. Pero si tú hubieras sido un hombre de verdad, habrías hecho tu voluntad.
Norman quería gritarle que estaba equivocada, pero no pudo, porque las cosas que ella decía eran las mismas que él se había dicho, una y otra vez, en el transcurso de los años. Era cierto. Ella siempre le había dictado lo que tenía que hacer, pero eso no significaba que tuviera siempre que obedecer. Las madres son a veces demasiado dominantes, pero no todos los hijos aceptan ese dominio. Había habido otras viudas, otros hijos únicos, pero entre todos ellos no habían existido semejantes relaciones. En realidad, también él tenía parte de culpa, porque carecía de arrestos.
-Podias haber insistido -decía ella-. Pudiste haber encontrado un nuevo lugar para nosotros y vender el motel. Pero te limitas a gemir. Y yo sé por qué. Nunca has podido engañarme. No lo hiciste porque, en realidad, no querías moverte de aquí. No querías abandonar este lugar, y nunca lo dejarás. No puedes hacerlo, del mismo modo que no puedes crecer.
No podía mirar a su madre, sobre todo cuando decía cosas semejantes. Y tampoco podía mirar a ninguna otra parte. De repente, la lámpara de sobremesa, todos los objetos de la habitación, tan familiares, le fueron odiosos, simplemente debido a su larga familiaridad con ellos. Eran como los muebles de un calabozo. Miró por la ventana, pero no le sirvió de nada, pues afuera sólo había viento, lluvia y oscuridad.
Se aferró al libro e intentó fijar su mirada en él. Tal vez si no le hacía caso y fingía calma...
Pero tampoco le sirvió de nada.
-¡Mírate! -decía su madre. (El tambor redoblaba, ¡bum, bum, bum! y los sonidos vibraban al salir de su retorcida boca.)- De sobra sé por qué no te molestaste en encender el neón, y por qué no has abierto la oficina de recepción esta noche. No es que te hayas olvidado de hacerlo. Lo que ocurre es que no deseas que venga nadie, ningún automovilista.
-¡Está bien! -murmuró él- Admito que odio tener que ocuparme del motel; que siempre lo he odiado.
-No se trata simplemente de eso, muchacho -(Ahí estaba otra vez: ¡Muchacho, muchacho, muchacho!, sonando sordamente, como si saliera de la boca de la muerte.)-. Odias a la gente; y los odias porque les temes, ¿no es cierto? Siempre te ha asustado, desde que eras niño. Prefieres acomodarte en un sillón y leer. Ya lo hacías hace treinta años, y lo sigues haciendo. Te escondes bajo las cubiertas de un libro.
-Podría hacer cosas mucho peores. Tú misma me lo has dicho siempre. Al menos, jamás me he metido en ningún lío. ¿No es preferible que eduque mi mente?
-¿Que eduques tu mente? ¡Bah!
Norman sentía su presencia detrás de él, sabía que lo miraba fijamente.
-¿Y a eso llamas educar tu mente? -prosiguió ella-. Es inútil que intentes engañarme. Nunca has podido hacerlo. No es como si leyeras la Biblia. Sé lo que lees. Basura. ¡Algo peor que la basura!
-Es una historia de la civilización de los incas...
-Y apuesto a que está llena de cosas maliciosas acerca de esos sucios salvajes, como aquel libro que tenías sobre los Mares del Sur. Creías que ignoraba la existencia de ese libro, ¿eh? Lo escondías en tu habitación, como los otros, como ocultas todas las porquerías que lees.
-La psicología no es ninguna porquería, madre.
-¡Lo llama psicología! ¡Mucho sabes tú de psicología! Nunca olvidaré aquel día en que me hablaste tan suciamente. ¡Pensar que un hijo puede acercarse a su madre para decirle semejantes cosas!
-Sólo intentaba explicarte algo. Es lo que se llama el complejo de Edipo, y pensé que si tú y yo podíamos hablar sensata y razonablemente de ese problema e intentábamos comprenderlo, tal vez las cosas mejoraran.
La luz alumbraba su cara regordeta, se reflejaba en sus gafas de lentes montados al aire, y bañaba su rosado cuero cabelludo bajo el escaso cabello rubio, cuando se inclinó para proseguir su lectura.
Era un libro realmente fascinante, y no debía extrañarle que no hubiese observado el rápido transcurso del tiempo. Norman jamás había encontrado parecida abundancia de curiosa información como en The Realm of the Incas, de Víctor W. Von Hagen. Por ejemplo, aquella descripción de la cachua, o danza de la victoria, en la que los guerreros formaban un gran círculo, moviéndose y retorciéndose como una culebra. Leyó:“El redoble se efectuaba generalmente en lo que había sido el cuerpo de un enemigo; había sido desollado, estirándose el vientre para formar un tambor, y todo el cuerpo actuaba a modo de caja de resonancia, mientras los sonidos salían por la boca abierta; era algo grotesco, pero efectivo”.
Norman sonrió permitiéndose después el lujo de un tranquilizador estremecimiento. Grotesco pero efectivo... Sí, debió haberlo sido. ¡Desollar un hombre -vivo, probablemente- y luego estirarle el vientre para utilizarlo como tambor! ¿Cómo lo harían para conservar la carne del cadáver, para evitar que se corrompiera? Y, además, ¿qué mente habría concebido semejante idea?
No era un pensamiento agradable, pero cuando Norman entornó los ojos casi pudo visualizar la escena: una multitud de guerreros pintarrajeados y desnudos, retorciéndose al unísono bajo un cielo salvaje y ardiente, y al viejo, sentado en cuclillas ante ellos, arrancando un inacabable ritmo del vientre hinchado y distendido de un cadáver, cuya boca se mantendría probablemente abierta fijándola con grapas de hueso, para que pudiera salir por ella el sonido. Los golpes dados en el vientre repercutirían en los encogidos orificios interiores y surgirían, ampliados y con toda su fuerza, por la muerta garganta.
Por un momento Norman casi oyó el redoble (y entonces recordó que también la lluvia posee ritmo) y unos pasos...
En realidad, percibió los pasos antes de oírlos; un largo hábito venía en ayuda de sus sentidos cuando su madre entraba en la habitación. Ni siquiera tuvo que levantar la mirada para saber que estaba allí.
No miró, sino que fingió seguir leyendo. Su madre había estado durmiendo en su habitación, y Norman sabía lo malhumorada que solía estar al levantarse. Por tanto, lo mejor era no decir nada y confiar en que, por una vez, no estuviera de mal humor.
-¿Sabes qué hora es, Norman?
Norman suspiró y cerró el libro. Sabía que tendría dificultades con ella; aquella pregunta era un desafío. Había tenido que pasar frente al reloj del vestíbulo para ir a la salita y pudo ver fácilmente la hora.
Pero no lograría nada discutiendo. Norman consultó su reloj de pulsera y sonrió.
-Las cinco dadas -repuso-. No sabía que fuera tan tarde. Estaba leyendo...
-¿Crees que no tengo ojos? Ya veo lo que has estado haciendo -Se acercó a la ventana y miró afuera, a la lluvia-. Y también veo lo que no has hecho. ¿Por qué no encendiste el rótulo al oscurecer? ¿Y por qué no estás en el despacho, como debieras?
-Empezó a llover muy fuerte y no creí que hubiera tránsito con este tiempo.
-¡Bah! Con ese tiempo es más probable tener huéspedes. A mucha gente no le gusta viajar cuando llueve.
-¡Pero si nadie viaja ya por esta carretera...! Todo el mundo utiliza la nueva.
Norman advirtió la amargura de su propia voz; le pareció sentirla en la garganta e intentó contenerla, pero por fin tuvo que librarse de ella.
-Ya te dije lo que sucedería, cuando nos dijeron confidencialmente que cambiaban el trazado de la carretera principal. Entonces hubieras podido vender el motel, antes de que la noticia fuera de dominio público. Hubiésemos podido comprar tierras a buen precio junto al nuevo trazado, y estaríamos también más cerca de Fairvale. Ahora podríamos tener un nuevo motel, una casa nueva y dinero. Pero no quisiste hacerme caso. Nunca prestas atención a lo que te digo. Siempre ha de ser lo que tú quieres y lo que tú piensas. ¡Me enfermas!
-¿Sí, muchacho?
La voz de su madre era falsamente suave; Norman no se dejó engañar. Tenía cuarenta años y lo llamaba “muchacho”; y además lo trataba como a tal y eso empeoraba las cosas. ¡Si al menos no tuviera que escucharla! Pero tenía que hacerlo, sabía que no podía rebelarse, que siempre tendría que escucharla.
-¿Sí, muchacho? -repitió aún con mayor dulzura- Te enfermo, ¿eh? No, muchacho, no soy yo quien te enferma, sino tú mismo. Y ése es el verdadero motivo de que estés aún aquí, junto a una carretera secundaria. Nunca tuviste valor, ¿eh, muchacho? Nunca tuviste el valor de marchar de casa, de buscarte un trabajo o alistarte en el Ejército o conseguir novia...
-¡No me hubieses dejado!
-Eso es, Norman. No te hubiese dejado. Pero si tú hubieras sido un hombre de verdad, habrías hecho tu voluntad.
Norman quería gritarle que estaba equivocada, pero no pudo, porque las cosas que ella decía eran las mismas que él se había dicho, una y otra vez, en el transcurso de los años. Era cierto. Ella siempre le había dictado lo que tenía que hacer, pero eso no significaba que tuviera siempre que obedecer. Las madres son a veces demasiado dominantes, pero no todos los hijos aceptan ese dominio. Había habido otras viudas, otros hijos únicos, pero entre todos ellos no habían existido semejantes relaciones. En realidad, también él tenía parte de culpa, porque carecía de arrestos.
-Podias haber insistido -decía ella-. Pudiste haber encontrado un nuevo lugar para nosotros y vender el motel. Pero te limitas a gemir. Y yo sé por qué. Nunca has podido engañarme. No lo hiciste porque, en realidad, no querías moverte de aquí. No querías abandonar este lugar, y nunca lo dejarás. No puedes hacerlo, del mismo modo que no puedes crecer.
No podía mirar a su madre, sobre todo cuando decía cosas semejantes. Y tampoco podía mirar a ninguna otra parte. De repente, la lámpara de sobremesa, todos los objetos de la habitación, tan familiares, le fueron odiosos, simplemente debido a su larga familiaridad con ellos. Eran como los muebles de un calabozo. Miró por la ventana, pero no le sirvió de nada, pues afuera sólo había viento, lluvia y oscuridad.
Se aferró al libro e intentó fijar su mirada en él. Tal vez si no le hacía caso y fingía calma...
Pero tampoco le sirvió de nada.
-¡Mírate! -decía su madre. (El tambor redoblaba, ¡bum, bum, bum! y los sonidos vibraban al salir de su retorcida boca.)- De sobra sé por qué no te molestaste en encender el neón, y por qué no has abierto la oficina de recepción esta noche. No es que te hayas olvidado de hacerlo. Lo que ocurre es que no deseas que venga nadie, ningún automovilista.
-¡Está bien! -murmuró él- Admito que odio tener que ocuparme del motel; que siempre lo he odiado.
-No se trata simplemente de eso, muchacho -(Ahí estaba otra vez: ¡Muchacho, muchacho, muchacho!, sonando sordamente, como si saliera de la boca de la muerte.)-. Odias a la gente; y los odias porque les temes, ¿no es cierto? Siempre te ha asustado, desde que eras niño. Prefieres acomodarte en un sillón y leer. Ya lo hacías hace treinta años, y lo sigues haciendo. Te escondes bajo las cubiertas de un libro.
-Podría hacer cosas mucho peores. Tú misma me lo has dicho siempre. Al menos, jamás me he metido en ningún lío. ¿No es preferible que eduque mi mente?
-¿Que eduques tu mente? ¡Bah!
Norman sentía su presencia detrás de él, sabía que lo miraba fijamente.
-¿Y a eso llamas educar tu mente? -prosiguió ella-. Es inútil que intentes engañarme. Nunca has podido hacerlo. No es como si leyeras la Biblia. Sé lo que lees. Basura. ¡Algo peor que la basura!
-Es una historia de la civilización de los incas...
-Y apuesto a que está llena de cosas maliciosas acerca de esos sucios salvajes, como aquel libro que tenías sobre los Mares del Sur. Creías que ignoraba la existencia de ese libro, ¿eh? Lo escondías en tu habitación, como los otros, como ocultas todas las porquerías que lees.
-La psicología no es ninguna porquería, madre.
-¡Lo llama psicología! ¡Mucho sabes tú de psicología! Nunca olvidaré aquel día en que me hablaste tan suciamente. ¡Pensar que un hijo puede acercarse a su madre para decirle semejantes cosas!
-Sólo intentaba explicarte algo. Es lo que se llama el complejo de Edipo, y pensé que si tú y yo podíamos hablar sensata y razonablemente de ese problema e intentábamos comprenderlo, tal vez las cosas mejoraran.
-¿Mejorar, muchacho? Nada tiene que cambiar ni mejorar. Puedes leer todos los libros que quieras. Seguirás siendo el mismo, a pesar de ello. No necesito escuchar una sarta de obscenas sandeces para saber lo que eres. Incluso un niño de ocho años podría comprenderlo. En realidad, todos tus compañeros de juego lo comprendieron, cuando eras niño. Eras un niño pegado siempre a las faldas de su madre. Lo eras entonces, lo eres ahora y lo serás siempre.
Las palabras de su madre, secas como estampidos, le ensordecían. Se le atragantaron las viles palabras que le subían a la boca, y se dijo que un instante después lloraría. ¡Pensar que su propia madre pudiera estar haciéndole aquello, incluso entonces! Pero podía, y lo haría una y otra vez, a menos que...
-¿A menos qué?
¡Dios santo! ¿Era también capaz de leer sus pensamientos?
-Sé lo que estás pensando, Norman. Te conozco muy bien, muchacho; más de lo que imaginas. Estás pensando que te gustaría matarme, ¿eh? Pero no puedes, porque no tienes valor para hacerlo. Soy yo quien tiene la fuerza; siempre he tenido bastante para ambos. Por eso no te desharás nunca de mí, aunque quisieras hacerlo de verdad.
“Naturalmente, en lo más profundo de ti mismo no quieres hacerlo. Me necesitas, muchacho, ¿no es cierto?
Norman se puso en pie, lentamente. No estaba aún lo bastante seguro de sí mismo para volverse hacia ella y mirarla. Primero tenía que calmarse, y para ello no debía pensar en lo que su madre decía. Había que enfrentarse con aquella situación, y no olvidar. "Es una vieja y su cabeza no está muy equilibrada. Si sigo escuchándola cuando habla así, también yo acabaré mal de la cabeza. Le diré que vuelva a su habitación y que no salga de allí."Será preferible que se vaya rápidamente, pues, de lo contrario, la estrangularé con su propio cordón de plata...
Estaba volviéndose, abriendo la boca para dar forma a las frases, cuando sonó el zumbador.
Alguien acababa de llegar en coche al motel y pedía ser atendido.Sin molestarse en mirar a su madre, Norman se dirigió al vestíbulo, cogió el impermeable de la percha y salió a la oscuridad.
Las palabras de su madre, secas como estampidos, le ensordecían. Se le atragantaron las viles palabras que le subían a la boca, y se dijo que un instante después lloraría. ¡Pensar que su propia madre pudiera estar haciéndole aquello, incluso entonces! Pero podía, y lo haría una y otra vez, a menos que...
-¿A menos qué?
¡Dios santo! ¿Era también capaz de leer sus pensamientos?
-Sé lo que estás pensando, Norman. Te conozco muy bien, muchacho; más de lo que imaginas. Estás pensando que te gustaría matarme, ¿eh? Pero no puedes, porque no tienes valor para hacerlo. Soy yo quien tiene la fuerza; siempre he tenido bastante para ambos. Por eso no te desharás nunca de mí, aunque quisieras hacerlo de verdad.
“Naturalmente, en lo más profundo de ti mismo no quieres hacerlo. Me necesitas, muchacho, ¿no es cierto?
Norman se puso en pie, lentamente. No estaba aún lo bastante seguro de sí mismo para volverse hacia ella y mirarla. Primero tenía que calmarse, y para ello no debía pensar en lo que su madre decía. Había que enfrentarse con aquella situación, y no olvidar. "Es una vieja y su cabeza no está muy equilibrada. Si sigo escuchándola cuando habla así, también yo acabaré mal de la cabeza. Le diré que vuelva a su habitación y que no salga de allí."Será preferible que se vaya rápidamente, pues, de lo contrario, la estrangularé con su propio cordón de plata...
Estaba volviéndose, abriendo la boca para dar forma a las frases, cuando sonó el zumbador.
Alguien acababa de llegar en coche al motel y pedía ser atendido.Sin molestarse en mirar a su madre, Norman se dirigió al vestíbulo, cogió el impermeable de la percha y salió a la oscuridad.
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