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lunes, 28 de mayo de 2007

Fragmento de "María Estuardo", de Friedrich Schiller

Esta escena pertenece a la obra María Estuardo (1800), de Friedrich Schiller. Aquí se muestra una reunión totalmente ficticia entre la reina Isabel I de Inglaterra y María Estuardo. Esta reunión es arreglada por Robert Dudley, conde de Leicester, amigo íntimo y supuesto amante de Isabel, en un intento de reconciliar a las dos reinas. Así, Isabel entra al patio del castillo de Fotheringhay, lugar donde María era prisionera, y la encuentra allí como por casualidad.

Isabel (A Leicester): ¿Cómo se llama este sitio?
Leicester: El castillo de Fotheringhay.
Isabel
(A Talbot): Ordenad que mi comitiva regrese a Londres. El gentío se agolpa a mi paso, y ansiamos descansar en este tranquilo parque. (Talbot ordena a la comitiva que se aleje. Isabel clava la mirada en María, y continúa hablando con Paulet.) Mi buen pueblo me ama demasiado. Las manifestaciones de su júbilo no conocen medida, y rayan en idolatría: así se honra a los dioses, no a los mortales.
María
(Que durante estas palabras, ha seguido apoyada sin fuerza en brazos de su nodriza, alza la frente, y su mirada choca con la de Isabel. María se estremece de espanto y vuelve a echarse en brazos de Ana) ¡Dios mío! ¡su cara dice que no tiene corazón!
Isabel: ¿Quién es esta mujer?
(Silencio general.)
Leicester: Reina, os halláis en Fotheringhay.
Isabel
(Afecta sorprenderse y dirige a Leicester una mirada sombría.): ¿Quién me ha traído aquí, lord Leicester?
Leicester: Esto es hecho, señora, y pues que el cielo guió hacia aquí vuestros pasos, dejad que triunfe la piedad y la grandeza de alma.
Talbot: Dejaos vencer, señora, y volved los ojos a la infortunada que sucumbe a vuestra presencia.
(María recoge sus fuerzas, e intenta aproximarse a Isabel, pero se detiene; su cara revela la violenta agitación de su ánimo.)
Isabel: ¡Cómo, mis señores! ¿Quién me habló de la sumisión de esta mujer? Tengo delante de mí a una orgullosa, a quien la desgracia no ha podido abatir.
María: Sea; quiero someterme a este nuevo dolor. Lejos de mí, el impotente orgullo de un alma elevada; voy a olvidar lo que soy, y cuanto he sufrido, para prosternarme a los pies de la que fue causa de mi oprobio.
(Dirigiéndose a la Reina) El cielo ha pronunciado en vuestro favor, hermana mía, y la victoria ha coronado vuestra dichosa frente. Adoro la Divinidad que así os hizo grande. (Se arrodilla delante de ella) Pero sed generosa para conmigo, hermana mía; no me dejéis hundida en la humillación; tendedme vuestra real mano para realzarme de mi profunda caída.
Isabel
(retrocediendo): Este es vuestro lugar, lady María; y doy gracias a Dios por su bondad, cuando ha permitido que me viera como vos, a las plantas de mi rival.
María
(con creciente emoción): Pensad en las vicisitudes de las cosas humanas. Existe un Dios que castiga la arrogancia; honrad y temed a la terrible Divinidad, que me arroja a vuestros pies, por respeto a los testigos de esta escena, ajenos a ella; honraos a vos, honrándome a mí; no ofendáis, no profanéis la sangre de los Tudor, que corre por vuestras venas, como por las mías. ¡Ah!, no seáis, por Dios, inaccesible y dura como la escarpada roca a la que en vano el náufrago se esfuerza en asirse. Todo mi ser, mi vida, mi suerte, dependen de mis palabras y del poder de mi llanto; ¡abrid mi corazón para que pueda yo conmover el vuestro! Si me dirigís tan glacial mirada, el corazón trémulo de espanto se cierra, se detiene el torrente de mis lágrimas y el terror hiela en el seno mis súplicas.
Isabel
(con ademán frío y severo): ¿Qué tenéis que decirme, lady Estuardo, puesto que habéis pretendido hablar conmigo? Olvidé que soy una reina cruelmente ultrajada para cumplir con el piadoso deber de hermana, y ofreceros el consuelo de verme. Cedo con ello a un impulso de generosidad, exponiéndome a justa censuras por haber descendido hasta ese punto... porque harto sabéis que quisisteis matarme.
María: ¡Cómo empezar, cómo usar de tal modo de la prudencia, que logre conmover vuestro corazón, sin ofenderle en lo más mínimo! ¡Oh, Señor, comunica toda fuerza persuasiva a mis palabras, y arráncales todo aguijón! Me es imposible hablar en mi propio favor, sin acusaros gravemente, y no lo deseo. Vuestro modo de proceder para conmigo no fue ciertamente justo, porque soy reina al par que vos, y me habéis detenido prisionera; llegué aquí suplicante, y vos despreciando en mí las sagradas leyes de la hospitalidad y el derecho de gentes, me encerrasteis entre los muros de un calabozo; habéis alejado de mí, con crueldad, mis amigos y mis criados, y sujetádome a indignas privaciones. He sido forzada a comparecer ante un tribunal indigno...; pero, en fin, no hablemos más de semejantes crueldades. Cuántas sufrí, húndanse en eterno olvido. Mirad; quiero atribuirlo todo al destino; ni vos sois ya culpable, ni yo tampoco. Un genio infernal surgió del fondo del abismo para inflamar en nuestros corazones el odio ardiente que nos dividió desde los primeros años, y que ha crecido con nosotras. Algunos malvados atizaron la miserable llama; algunos fanáticos pusieron el puñal y la espada en manos cuyo socorro nadie reclamó. Tal es el destino fatal de los reyes; sus odios desgarran el mundo; sus enemistades desencadenan sobre él, el tropel de las Furias. Ahora, no existe ya entre nosotras ningún intermediario.
(Se acerca a ella confiada y habla con acento cariñoso.) Henos, por fin, una enfrente de otra; hablad, hermana mía, decidme en qué falté, porque ansío daros satisfacción. ¡Ay de mí! ¡Cómo no consentisteis en recibirme, cuando con tal instancia os lo pedía! Las cosas no hubieran llegado a tal extremo, ni ahora nos encontraríamos en tan siniestro y triste sitio.
Isabel: Mi buena estrella me preservó entonces de avivar la serpiente en mi propio seno. No acuséis a la suerte, mas sí a la perversidad de vuestra alma y a la ambición de vuestra familia. No había estallado aún ninguna enemistad entre ambas, cuando ya vuestro tío, el prelado arrogante y ambicioso que atenta contra todas las coronas, os inspiró propósitos de guerra, y os persuadió locamente a empuñar las armas, a usurpar mi corona, y a empeñar conmigo un duelo a muerte. ¿Qué enemigos no suscitó contra mí? La voz de los sacerdotes, la espada de los pueblos, las temibles armas del fanatismo religioso; aquí mismo, en medio de mi pacífico reino, vino a atizar el fuego de la discordia; mas Dios está conmigo, y el orgulloso sacerdote no ha triunfado; el golpe fatal amenazaba mi cabeza, y cae la vuestra.
María: Me hallo en manos de Dios; espero que no abusaréis hasta tal punto de vuestro poder.
Isabel: ¿Y quién podría impedírmelo? Vuestro tío enseñó con su ejemplo a los reyes el modo de hacer la paz con sus enemigos. La noche de San Bartolomé, me servirá de lección. ¿Qué me han de importar los vínculos de la sangre y el derecho de gentes, si la Iglesia rompe todo vínculo, y consagra el regicidio y el perjurio? No haré más que practicar lo que enseñan vuestros sacerdotes. Decidme ¿quién saldría fiador de vuestra conducta, si cediendo a la generosidad rompiera tales cadenas? ¿Existe por ventura un castillo donde asegurarme de vuestra fidelidad, que las llaves de Pedro no puedan abrir? ¡Sólo en la fuerza reside mi seguridad! ¡No quiero alianza alguna con la raza de las serpientes!
María: ¡Oh, qué triste, qué cruel sospecha! Me habéis tenido siempre por enemiga, por extranjera, cuando si me hubieseis declarado vuestra sucesora respetando los derechos de mi cuna, por gratitud y amor hubierais hallado en mí una fiel amiga, una fiel parienta.
Isabel: Lady Estuardo, vuestra amistad está en otra parte; vuestra familia es el papismo, y vuestros hermanos los frailes. ¡Qué os declarase mi sucesora! (...) Para que aún durante mi reinado alucinarais a mi pueblo, y como Armida, prendierais en vuestras redes seductoras la juventud del reino, convirtiendo todas las moradas hacia el nuevo sol...
María: Reinad en paz; renuncio a toda pretensión a la corona. ¡Desdichada de mí! ¡Siento paralizados los impulsos de mi ánimo y la grandeza no guarda ya atractivos para mí! Habéis alcanzado vuestro propósito; ya no soy más que la sombra de María. Rota la altivez de mi alma con las injurias de la cárcel, me habéis reducido al último extremo, aniquilado en la flor de mis años. Ahora, acabad, hermana; pronunciad la palabra que os ha traído aquí, porque no puedo creer que aquí os conduzca el intento de insultar cruelmente a vuestra víctima. Pronunciad esta palabra; decid, por fin: sois libre, María; habéis probado mi rigor, aprended ahora a honrar mi generosidad. Decidlo, y recibiré mi libertad y mi vida como presente de vuestra mano. Una palabra, y no os alejáis, hermana, todo. ¡Ah! no me forcéis a aguardarla por mucho tiempo. ¡Ay de vos si no se pone fin a todo con esta palabra, y no nos alejáis, hermana, como divinidad gloriosa y bienhechora! Ni por esta rica y poderosa comarca, ni por toda la tierra que ciñe el Océano, quisiera parecer a vuestros ojos como vos pareceréis… a los míos.
Isabel: ¡Por fin, os dais por vencida! ¿Se acabaron vuestras conjuraciones? ¿No queda ya un solo asesino en marcha?... ¿Se acabaron los aventureros, dispuestos a ejecutar por vos una acción caballeresca? Sí; con los nuevos cuidados que preocupan al mundo, lady María, ya no seduciréis a nadie..., nadie ha de aspirar al título de cuarto marido, porque así matáis a los amantes como a los maridos.
María
(estallando de cólera): ¡Hermana! ¡Hermana...! ¡Oh, Dios mío! ...dadme prudencia.
Isabel
(contemplándola largo rato con orgulloso desprecio): Lord Leicester, ¿éstos son los hechizos que ningún hombre contempla impunemente, ni hubo mujer que osara arrostrar su comparación? En verdad que semejante nombradía fue adquirida a bien bajo precio. Está visto que para ser bella a los ojos de todos, basta ser de todos.
María: ¡Ah... esto es demasiado!
Isabel
(con risa burlona): Mostradnos vuestro verdadero rostro, porque hasta ahora sólo hemos visto la máscara.
María
(Inflamada de cólera; con noble dignidad): He cometido faltas; la juventud, la flaqueza humana, el poder, me llevaron fuera de camino; pero nunca me oculté en la sombra; con real franqueza he desdeñado siempre toda falsa apariencia. Cuantos delitos cometí, aún los más graves, los sabe el mundo, y puedo decir que valgo más que mi reputación... En cambio ¡ay de vos, si alguien os arrancara de los hombros el manto de honor con que encubre la hipocresía los frenéticos ardores de vuestra secreta concupiscencia!... No habréis heredado ciertamente de vuestra madre el honor... ¡Ya sabemos por qué virtud subió Ana Bolena al cadalso!
Talbot
(Interponiéndose entre ambas): ¡Oh! ¡Dios! ¡A este punto habían de llegar las cosas! ¿Esta es sumisión, esta es moderación, lady María?
María: ¡Moderación! ¡He soportado cuanto puede soportar el alma humana! ¡Basta de resignación!... Retorna al cielo, dolorosa paciencia, y tú, ira por tanto tiempo comprimida, rompe tus cadenas, sal de tu guarida...; tú que diste al basilisco irritado miradas que matan, pon en mis labios el dardo venenoso.
Talbot: ¡Oh!... está fuera de sí; perdonad a su arrebato su cruel irritación.
(Isabel, muda de rabia, lanza a María coléricas miradas.)
Leicester (vivamente agitado, trata de llevarse a Isabel): No escuchéis su furor; alejaos de este sitio fatal.
María: ¡El trono de Inglaterra está profanado por una bastarda! ¡El noble pueblo de Inglaterra es engañado por una bellaca, por una comediante! Si la justicia hubiese triunfado de la suerte, os veríamos hundida en el polvo a mi presencia, porque yo... yo... soy vuestra reina.
(Isabel se aleja rápidamente; los lores la siguen vivamente perturbados.)

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