Marco Tulio Cicerón fue famoso por su carrera política, por sus escritos sobre política y filosofía, pero sobre todo por su oratoria. Sus discursos son aun hoy, pese a los más de 2.000 años que han transcurrido desde que los pronunció, muy amenos. Y éste discurso que reproduzco a continuación es sin duda el más famoso.
En el año 63 antes de Cristo Cicerón ocupó el consulado. Lucio Sergio Catilina, un hombre de cuna patricia pero ambicioso, demagogo y turbulento intentó ser elegido cónsul para el año siguiente. Al ser derrotado, Catilina eligió un mecanismo más expeditivo: asesinar a los cónsules, a los magistrados y a los senadores más importantes y tomar el poder. Para favorecer su proyecto, Catilina y sus aliados promovieron una sublevación en Etruria. Los planes de Catilina (en los que se cree que estaban involucrados hasta cierto punto Marco Craso y Julio César) eran sospechados por muchos en Roma, pero sólo Cicerón se atrevió a sacarlos a la luz con este brillante discurso, cuyas palabras iniciales están entre las más famosas de su autor.
I. ¿Hasta cuando, Catilina, has de abusar de nuestra paciencia? ¿Cuándo nos veremos libres de tus sediciosos intentos? ¿A qué extremos se arrojará tu desenfrenada audacia? ¿No te arredran ni la guardia nocturna del Palatino, ni la vigilancia diurna en la ciudad, ni la alarma del pueblo, ni el acuerdo de todos los hombres honrados, ni este fortísimo lugar donde el Senado se reúne, ni las frases y semblantes de todos los senadores? ¿No comprendes que tus designios están descubiertos? ¿No ves que tu conjura fracasa por conocerla ya todos? ¿Imaginas que alguno de nosotros ignora lo que has hecho anoche y antes de anoche; donde estuviste, a quienes convocaste y qué resolviste? ¡Oh, que tiempos! ¡Que costumbres! ¡El Senado sabe esto, lo ve el cónsul, y sin embargo Catilina vive! ¿Qué digo vive? Hasta viene al Senado y toma parte en sus acuerdos, mientras con la mirada anota a aquellos a quienes designa a la muerte. ¡Y nosotros, hombres fuertes, creemos satisfacer a la República previniendo las consecuencias de su furor y de su espada! Hace tiempo, Catilina, que por orden del cónsul debiste ser llevado al suplicio para sufrir la misma suerte que contra todos nosotros, también desde hace tiempo, maquinas. Un ciudadano ilustre, Publio Escipión, Sumo Pontífice, sin ser magistrado[1], hizo matar a Tiberio Graco por intentar novedades que alteraban, aunque no gravemente, la constitución de la República[2]; y a Catilina, que se apresta a devastar con la muerte y el incendio al mundo entero, nosotros, los cónsules, ¿no lo castigaremos? Prescindo de ejemplos antiguos, como el de Servilio Ahala, que por su mano dio muerte a Spurio Melio porque meditaba cambios en el gobierno[3]. Hubo, sí, hubo en otros tiempos en esta República la virtud de que los hombres esforzados impusieran mayor castigo a los ciudadanos perniciosos que a los más acerbos enemigos. Tenemos contra ti, Catilina, un severísimo decreto del Senado; no falta a la República ni el consejo ni la autoridad de este alto cuerpo; nosotros, francamente lo digo, nosotros los cónsules somos quienes la faltamos.
II. En pasados tiempos decretó un día el Senado que el cónsul Opimio cuidara la salvación de la República, y antes del anochecer había sido muerto Cayo Graco por sospechas de intentos sediciosos, sin que le valiese la fama de su padre, abuelo y antepasados,[4] y había muerto también el ex cónsul Marco Fulvio[5] con sus hijos. Idéntico decreto confió a los cónsules Cayo Mario y Lucio Valerio la salud de la República. ¿Transcurrió un solo día sin que la vindicta pública se cumpliese con la muerte de Saturnino, tribuno de la plebe, y la del pretor Cayo Servilio? ¡Y nosotros, senadores, dejamos enmohecer en nuestras manos desde hace 20 días la espada de nuestra autoridad! Tenemos también un decreto del Senado, pero archivado, como espada metida en la vaina. Si cumpliera ese decreto morirías al instante, Catilina. Vives, y no vives para renunciar a tus audaces intentos, sino para insistir en ellos. Deseo, padres conscriptos, ser clemente; deseo también, en peligro tan extremo de la República, no parecer débil; pero ya condeno mi inacción, mi falta de energía. Hay acampado en Italia, en los desfiladeros de Etruria, un ejército dispuesto contra la República; crece día a día el número de los enemigos; el general de ese ejército, el jefe de esos enemigos está dentro de la ciudad y hasta lo vemos dentro del Senado maquinando sin cesar algún daño interno a la República. Si ahora ordenara que te capturaran y mataran, Catilina, creo que nadie me tacharía de cruel, y temo que los buenos ciudadanos me juzgarían tardío. Pero lo que hace tiempo debí hacer, por importantes motivos no lo realizo todavía. Morirás, Catilina, cuando no se pueda encontrar ninguno tan malo, tan perverso, tan semejante a ti, que no confiese la justicia de tu castigo. Mientras quede alguien que se atreva a defenderte, vivirás; pero vivirás como ahora vives, rodeado de muchos y seguros vigilantes para que no puedas moverte contra la República, y sin que lo adviertas habrá, como hasta ahora, muchos ojos que miren cuanto hagas y muchos oídos que escuchen cuanto digas.
III. ¿A qué esperar más, Catilina, si las tinieblas de la noche no ocultan las nefandas juntas ni las paredes de una casa particular contienen los clamores de la conspiración? ¿Si todo se sabe, si se publica todo? Cambia de propósitos, créeme; no pienses en muertes y en incendios. Atrapado como estás por todos lados, tus designios son para nosotros claros como la luz del día, y te lo voy a demostrar. ¿Recuerdas que el 21 de octubre dije en el Senado que en un día fijo, el sexto antes de las calendas de noviembre, se alzaría en armas Cayo Malio, secuaz y ministro de tu audacia? ¿Me equivoqué, Catilina, no solo en un hecho tan atroz, tan increíble, sino en lo que es más de admirar, en el día? Dije también en el Senado que habías fijado el quinto día antes de dichas calendas para matar a los más ilustres ciudadanos, muchos de los cuales se ausentaron de Roma, no tanto por salvar la vida como para impedir la realización de tus intentos. ¿Negarás acaso que ese mismo día, cercado por las guardias que mi diligencia te había puesto, ningún movimiento pudiste hacer contra la República, y decías que, aun cuando los demás se habían ido, con matarme a mí, que me había quedado, te dabas por satisfecho? ¿Qué más? Cuando confiabas en apoderarte de Preneste sorprendiéndola con un ataque nocturno el mismo día de las calendas de noviembre, ¿no advertiste las precauciones por mí tomadas para asegurar aquella fortaleza con guardias y centinelas? Nada haces, nada intentas, nada piensas, que yo no oiga, vea o sepa con certeza.
IV. Pero recuerda conmigo lo de la pasada noche: ya comprenderás que es mayor mi vigilancia para salvar la República que la tuya para destruirla. Aludo a la noche en que fuiste entre falcarios[6] (hablaré sin rebozo) a casa de Marco Leca, donde acudieron muchos cómplices de tu demencia y tu maldad. ¿Te atreves a negarlo? ¿Por qué callas? Si lo niegas, te lo probaré. Aquí en el Senado estoy viendo algunos de los que estuvieron contigo. ¡Oh, dioses inmortales! ¡Entre qué gentes estamos! ¡En qué ciudad vivimos! ¡Qué República tenemos! Aquí, aquí están entre nosotros, padres conscriptos, en este consejo, el más sagrado y augusto del mundo entero, los que meditan acabar conmigo y con todos vosotros, y con nuestra ciudad y con todo el mundo. Los estoy viendo yo, el cónsul, y les pido su parecer sobre los negocios públicos, y cuando conviniera acabar con ellos a estocadas, ni aun con las palabras se los ofende. Fuiste, pues, Catilina, esa noche a casa de Leca, repartiste Italia entre tus cómplices, determinaste adonde debía ir cada uno de ellos, elegiste a los que se habían de quedar en Roma y los que llevarías contigo, señalaste los parajes de la ciudad que habían de ser incendiados, aseguraste que partirías pronto, dijiste que si demorabas algo tu salida era porque aun vivía yo. Se ofrecieron entonces dos caballeros romanos a librarte de ese cuidado, prometiendo ir aquella misma noche poco antes del amanecer a mi casa para matarme en mi propio lecho. Todo esto lo supe después de terminada vuestra reunión, puse en mi casa una guardia más numerosa y fuerte; a los que enviaste a saludarme tan de madrugada, cuando llegaron a mi puerta les fue negada la entrada, pues ya había anunciado a muchos y excelentes hombres la hora en que debían ir a visitarme.
V. Siendo esto así, acaba, Catilina, lo que empezaste, sal por fin de la ciudad; abiertas tienes las puertas, parte. Ya hace días que tu ejército, a las órdenes de Malio, te desea como general. Llévate contigo a todos los tuyos; por lo menos al mayor número. Limpia de ellos la ciudad. Me librarás de gran miedo cuando entre tú y yo estén las murallas. Ya no puedes permanecer por más tiempo entre nosotros; no lo toleraré, no lo permitiré, no lo sufriré. Mucho tenemos que agradecer a los dioses inmortales y a Júpiter Stator, antiquísimo protector de Roma, por habernos librado tantas veces de tan perniciosa, cruel y terrible calamidad. No se consentirá más que por un solo hombre peligre la República. Cuando elegido cónsul pusiste contra mí asechanzas, Catilina, no me defendí con la fuerza pública, sino no mi propia cautela. Cuando en los últimos comicios consulares, siendo yo cónsul, quisiste matarme a mí y a tus competidores en el Campo de Marte, atajé tus malvados intentos con el auxilio de mis amigos y allegados, sin causar alarma alguna en el público; por último, siempre que atacaste a mi persona, te rechacé personalmente, aunque sabía que a mi muerte iba unida una gran calamidad para la patria. Pero ahora atacas a toda la República, ahora pides la muerte para todos los ciudadanos, y la ruina y devastación para los templos de los dioses inmortales, para las casas de la ciudad, para Italia entera; por lo cual, aunque no me atrevo a ejecutar lo que es privativo de mi cargo y autoriza la práctica de nuestros mayores, tomaré una determinación menos severa y más útil al bien común. Porque si ordenara matarte quedarían en la República las bandas de los demás conjurados; pero si te alejas (como no dejo de aconsejarte) saldrá contigo de la ciudad la perniciosa turba que es la hez de la República. ¡Y qué, Catilina! ¿Vacilas acaso en hacer, porque yo lo mande, lo que espontáneamente ibas a ejecutar? El cónsul ordena al enemigo salir de la ciudad. Me preguntas: “¿Para ir al destierro?” No lo mando, pero si me lo consultas, te lo aconsejo.
VI. Por que, Catilina, ¿qué atractivo puede tener ya para ti Roma, donde, fuera de la turba de perdidos, conjurados contigo, no queda nadie que no te tema, nadie que no te aborrezca? ¿Hay alguna clase de torpeza que no manche tu vida doméstica? ¿Hay algún género de infamia que no mancille tus negocios privados? ¿Qué impureza no contemplaron tus ojos, qué maldad no ejecutaron tus manos? ¿Qué deshonor no envolvió todo tu cuerpo? ¿A qué jovenzuelo de los seducidos por tus halagos no facilitaste para la crueldad la espada, para la lujuria la antorcha? ¿Qué más? Cuando hace poco la muerte de tu primera esposa te permitió contraer nuevas nupcias, ¿no acumulaste a esta maldad otra verdaderamente increíble? Maldad que callo y de buen grado consiento que quede ignorada, para que no se vea que en esta ciudad sucedió tan feroz crimen, o que no fue castigado.[7] Tampoco hablaré de la ruina de tu fortuna, de que estás amenazando para los próximos idus.[8] Prescindo de la ignominia privada de tus vicios, de tus dificultades y vergüenzas domésticas, para concretarme a lo que atañe a la República entera, a la vida y conservación de todos nosotros.
¿Puede agradarte, Catilina, el ambiente de esta vida, la luz de este cielo sabiendo que nadie aquí ignora que la víspera de las calendas de enero, al terminar el consulado de Lépido y Tullo, estuviste en los comicios armado de un puñal, reuniste gente para asesinar a los cónsules y los principales ciudadanos, y que frustró tu criminal tentativa, no el arrepentimiento ni el temor, sino la fortuna del pueblo romano?[9] Y omito hablar de otros crímenes, o por sabidos, o por cometidos poco después. ¿Cuántas veces intentaste matarme siendo cónsul electo y en ejercicio? ¿Cuántos golpes, al parecer imposibles de evitar, has dirigido contra mí y yo los esquivé ladeándome o, como suele decirse, hurtando el cuerpo? Nada haces, nada pretendes, nada ideas que yo no sepa a tiempo, y sin embargo, no desistes de tus propósitos y maquinaciones. ¿Cuántas veces se te ha quitado ese puñal de las manos? ¿Cuántas por acaso cayó de ellas? Y, sin embargo, apenas puedes separarlo de ti, ignorando yo la especie de consagración o devoción que te obliga a estimar indispensable clavarlo en el cuerpo de un cónsul.[10]
VII. ¿Pero cual es tu vida ahora? Porque quiero hablar contigo de modo que no parezca que me inspiras el odio que mereces, sino la misericordia a la que no eres acreedor. Entraste hace poco en el Senado. ¿Quién, de tan numeroso concurso, de tantos amigos y parientes tuyos, te saludó? Si no hay memoria de que esto haya ocurrido a nadie, ¿esperas acaso que formulen las palabras el severísimo juicio del silencio? ¿Qué, al sentarte no han quedado vacíos los asientos inmediatos? ¿No has visto a esos ex cónsules repetidas veces destinados por ti a la muerte abandonar sus asientos cuando ocupaste el tuyo, dejando desierto el espacio que te rodea? ¿Qué piensas hacer ante tal desvío? Si mis esclavos me temieran como los ciudadanos te temen, pensaría en dejar mi casa, y tú no resuelves abandonar esta ciudad. Y si viera que mis conciudadanos tuvieran de mí, aunque fuera injustamente, sospecha tan ofensiva, preferiría quitarme de su vista a que me mirara todo el mundo con malos ojos. Y tú, que por la conciencia de tus maldades sabes el justo odio que a todos inspiras, muy merecido desde hace tiempo, ¿vacilas en huir de la vista y presencia de aquellos cuyas ideas y sentimientos ofendes? Si tus padres te temieran y odiaran y no pudieras aplacarlos de modo alguno, creo que te alejarías de su vista. Pues la patria, madre común de todos nosotros, te odia y te teme, y hace tiempo sabe que sólo piensas en su ruina. ¿No respetarás su autoridad, ni seguirás su dictamen, ni te amedrentará su fuerza? A ti se dirige, Catilina, y callando te dice: “Ninguna maldad se ha cometido desde hace años de que tú no seas autor; ningún escándalo sin ti; libre e impunemente, tú sólo mataste a muchos ciudadanos, y vejaste y saqueaste a los aliados; tú no sólo has despreciado las leyes y los tribunales, sino que los humillaste y violaste. Lo pasado, aunque insufrible, lo toleré como pude; pero el estar ahora amedrentada por ti sólo y a cualquier ruido temer a Catilina; ver que nada pueda intentarse contra mi que no dependa de tu aborrecida maldad, no es tolerable. Vete, pues, y líbrame de este temor; si es fundado, para que no acabe conmigo; si es infundado, para que alguna vez deje de temer.”
VIII. Si, como he dicho, la patria te habla en esos términos, ¿no deberías atender su ruego, aunque no pueda emplear contra ti la fuerza? ¿Qué significa el haberte entregado tú mismo para estar bajo su custodia? ¿Qué indica el que tú mismo dijeras que, para evitar malas sospechas, querías habitar en casa de Manio Lépido, y que por no ser recibido en ella, me pidieses que te admitiera en la mía?[11] Te respondí que no podía vivir contigo dentro de los mismos muros, puesto que, no sin gran peligro mío vivíamos en la misma ciudad, y entonces fuiste al pretor Quinto Metello; y rechazado también por éste te fuiste a vivir con tu amigo, el dignísimo[12] Marco Marcelo, que te pareció sin duda el más diligente para custodiarte, el más sagaz para descubrir tus proyectos y el más enérgico para reprimirlos. Pero, ¿crees que debe estar muy lejos de la cárcel quien se ha juzgado a si mismo digno de ser custodiado? Siendo esto así, Catilina, y no pudiendo morir aquí tranquilamente, ¿dudas en marcharte a lejanas tierras para acabar en la soledad una vida tantas veces librada de justos y merecidos castigos?
“Propón al Senado mi destierro”, dices, y aseguras que, si a los senadores les parece bien decretarlo, obedecerás. No haré yo una propuesta contraria a mis costumbres; pero sí lo necesario para que comprendas lo que los senadores opinan de ti. Sal de la ciudad, Catilina; libra a la República del miedo; vete al destierro, si lo que esperas es oír pronunciar esa palabra. ¿Qué es esto, Catilina? Repara, advierte el silencio de los senadores. Consienten en lo que digo y callan. ¿A qué esperas la autoridad de sus palabras si con el silencio te dicen su voluntad? Si lo que te he dicho se lo dijera a este excelente joven, Publio Sextio, a este esforzado hombre, Marco Marcelo,[13] a pesar de mi dignidad de cónsul, a pesar de la santidad de este templo, con perfecto derecho me haría sentir el Senado su enérgica protesta. Pero lo oye decir de ti y, permaneciendo tranquilo, lo aprueba; sufriéndolo, lo decreta; callando, lo proclama. Y no solamente te condenan estos, cuya autoridad debe serte por cierto muy respetable cuanto en tan poco tienes sus vidas, sino también aquellos ilustres y honradísimos caballeros romanos y los esforzados ciudadanos que rodean el Senado, cuyo número pudiste ver hace poco y comprender su deseo y oír sus voces; cuyos brazos armados contra ti estoy conteniendo, y a quienes induciré fácilmente para que te acompañen hasta las puertas de esta ciudad que proyectas asolar.[14]
Pero, ¿qué estoy diciendo? ¿Haber algo que te contenga? ¿Ser tú capaz de enmienda? ¿Esperar que voluntariamente te destierres? ¡Ojala te inspirasen los dioses inmortales tal idea! Veo, sin embargo, si mis exhortaciones te indujeran a ir al destierro, la tempestad de odio que me amenaza, por estar fresca la memoria de tus maldades, en el porvenir. Poco me importa con tal que el daño sólo a mí alcance y no peligre la República. Pero en vano se esperará que te avergüences de tus vicios, que temas el castigo de las leyes, que cedas a las necesidades de la República; porque a ti, Catilina, no te retrae de la vida licenciosa la vergüenza; ni del peligro el miedo; ni del furor la razón. Por lo cual, como repetidamente te he dicho, vete, y si, cual dices, soy tu enemigo, excita contra mí el odio yendo derecho al destierro. Apenas podré sufrir las murmuraciones de la gente si así lo haces; apenas podré soportar el enorme peso de su aborrecimiento, si por el mandato del cónsul vas al destierro. Pero si quieres procurarme alabanzas y gloria, sal de aquí con el modestísimo grupo de tus malvados cómplices; únete con Malio; reúne a los perdidos, apártate de los buenos; haz guerra a tu patria; proclama el impío latrocinio para que se vea que no te he echado entre gente extraña sino invitado para que te unas a los tuyos. Pero, ¿por qué he de invitarte, cuando sé que has mandado gente armada al foro de Aurelio[15] para que te aguarde; cuando se que está ya convenido con Malio y señalado el día; cuando sé que ya has enviado el Águila de plata[16] que confío será fatal a ti y a los tuyos, y a la cual hiciste sagrario en tu casa para tus maldades? ¿Podrás estar mucho tiempo sin un objeto que acostumbras a venerar cuando intentas matar a alguien, pasando muchas veces tu impía diestra de su altar al asesinato de un ciudadano?
IX. Irás, por fin, adonde te arrastra tu deseo desenfrenado y furioso, que no te ha de causar esto pena, sino increíble satisfacción. Para tal demencia te creó la Naturaleza, te amaestró la voluntad y te reservó el destino. Nunca deseaste, no digo la paz, ni la misma guerra, como no fuese una guerra criminal. Has reunido un ejército de malvados, formado de gente perdida, sin fortuna, hasta sin esperanza. ¡Qué contento el tuyo! ¡Qué transportes de placer! ¡Qué embriaguez de regocijo cuando en el crecido número de los tuyos no oigas ni veas un hombre de bien! Para dedicarte a este género de vida te ejercitaste en los trabajos, en estar echado en el suelo, no sólo a fin de lograr los estupros, sino también otras maldades, velando por la noche para aprovecharte del sueño de los maridos o de los bienes de los incautos. Ahora podrás demostrar tu admirable paciencia para sufrir el hambre, el frío, la falta de todo recurso que dentro de breve tiempo has de sentir. Al excluirte del consulado, logré al menos que el daño que intentaras contra la República como desterrado, no lo pudieras realizar como cónsul, y que tu alzamiento contra la patria, más que guerra se llame latrocinio.
X. Ahora, padres conscriptos, anticipándome a contestar a un cargo que con justicia puede dirigirme la patria, os ruego que escuchéis con atención lo que voy a decir, y lo fijéis en vuestra memoria y en vuestro entendimiento. Si mi patria, que me es mucho más cara que la vida, si toda Italia, si toda la República dijera: “Marco Tulio, ¿qué haces? ¿Permitirás salir de la ciudad a aquel que ha demostrado que es enemigo, al que ves que va a ser general de los sublevados, al que sabes que aguardan estos en su campamento para que los acaudille, al autor de las maldades y cabeza de la conspiración, al que ha puesto en armas a los esclavos y a los ciudadanos perdidos, de manera que parezca, no que lo has echado de Roma, sino que lo has traído a ella? ¿Por qué no mandas capturarlo, por qué no ordenas matarlo? ¿Por qué no dispones que se le aplique el mayor suplicio? ¿Qué te lo impide? ¿Las costumbres de nuestros antepasados? Pues muchas veces en esta República los particulares dieron muerte a los ciudadanos perniciosos. ¿Las leyes relativas a la imposición del suplicio a los ciudadanos romanos?[17] Jamás en esta ciudad conservaron derecho de ciudadanía los que se sustrajeron a la obediencia de la República. ¿Temes acaso la censura de la posteridad? ¡Buena manera de demostrar tu agradecimiento al pueblo romano, que, siendo tú conocido únicamente por tu mérito personal, sin que te recomendase el de tus antepasados, te confirió tan temprano el más elevado cargo, eligiéndote antes para todos los que le sirven de escala, será abandonar la salvación de tus conciudadanos por librarte del odio o por temor a algún peligro! Y si temes hacerte odioso, ¿es menor el odio engendrado por la severidad y la fortaleza que el producido por la flojedad y el abandono? Cuando la guerra devaste Italia y aflija a las poblaciones, cuando ardan las casas, ¿crees que no te alcanzará el incendio de la indignación pública?”
XI. A estas sacratísimas voces de la patria y a los que en su conciencia opinan como ella, responderé brevemente. Si yo entendiera, padres conscriptos, que lo mejor en este caso era condenar a muerte a Catilina, ni una hora de vida concedería a ese gladiador; porque si a los grandes hombres y eminentes ciudadanos la sangre de Saturnino, de los Gracos, de Flacco y de muchos otros facciosos no los manchó, sino que los honró, no había de temer que por la muerte de este asesino de ciudadanos me aborreciese la posteridad. Y aunque me amenazara esta desdicha, siempre he opinado que el aborrecimiento por un acto de justicia es para el aborrecido un título de gloria.
No faltan entre los senadores quienes no ven los peligros inminentes o, viéndolos, hacen como si no los vieran, los cuales, con sus opiniones conciliadoras, fomentaron las esperanzas de Catilina, y por no dar crédito a la conspiración naciente, le dieron fuerzas. Atraídos por la autoridad de éstos, les siguen muchos, no sólo de los malvados, sino también de los ignorantes; y si impusiera el castigo, me acusarían éstos de cruel y tirano. En cambio entiendo que si éste que nos oye va a capitanear las tropas de Malio, no habrá ninguno tan necio que no vea la conspiración, ni tan perverso que no la confiese. Creo que con matar a éste disminuiríamos el mal que amenaza a la República, pero no lo atajaríamos para siempre; y si éste se va seguido de los suyos y reúne todos los demás náufragos recogidos de todas partes, no solo se extinguirá esta peste tan extendida en la República, sino que también se extirparán los retoños y semillas de todos nuestros males.
XII. Hace mucho tiempo, padres conscriptos, que andamos entre estos riesgos de conspiraciones y asechanzas; pero no sé por qué fatalidad todas estas antiguas maldades, todos estos inveterados furores y atrevimientos han llegado a sazón en nuestro consulado; y si de tantos conspiradores sólo suprimimos éste, acaso nos veamos libres por algún tiempo de estos cuidados y temores; pero el peligro continuará, porque está dentro de las venas y entrañas de la República. Así como a veces los gravemente enfermos, devorados por el ardor de la fiebre, si beben agua fría creen aliviarse, pero sienten después más grave la dolencia, de igual modo la enfermedad que padece la República, aliviada por el castigo de éste, se agravará después por quedar los otros con vida. Que se retiren, pues, padres conscriptos, los malvados, y, apartándose de los buenos, se reúnan en un lugar: que los separe un muro de nosotros, como ya he dicho muchas veces; dejen de poner asechanzas al cónsul en su propia casa, de cercar el tribunal del pretor urbano, de asediar la Curia armados de espadas, de reunir manojos de sarmientos para prender fuego a la ciudad. Lleve, por fin, cada ciudadano escrito en la frente su sentir respecto de la República. Os prometo, padres conscriptos, que, gracias a la activa vigilancia de los cónsules, a vuestra gran autoridad, al valor de los caballeros romanos y a la unión de todos los buenos, al salir Catilina de Roma todo lo veréis descubierto, claro, sujeto y castigado.
Márchate, pues, Catilina, para bien de la República, para desdicha y perdición tuya y de cuantos son tus cómplices en toda clase de maldades y en el parricidio; márchate a comenzar esa guerra impía y maldita. Y tú, Júpiter, cuyo culto estableció Rómulo bajo los mismos auspicios que esta ciudad, a quien llamamos Stator por ser conservador de Roma y de su Imperio, alejarás a éste y a sus cómplices de tus altares y de los otros templos, de las casas y murallas; librarás de sus atentados la vida y los bienes de todos los ciudadanos y a los perseguidores de los hombres honrados, enemigos de la patria, ladrones de Italia, unidos en asociación criminal para realizar maldades, los condenarás en vida y muerte a eternos suplicios.
[1] Escipión Nasica, nieto de Escipión el Africano. Cicerón lo llama privatus porque el cargo de Sumo Pontífice no era una magistratura.
[2] Cicerón atenúa intencionalmente la falta de Tiberio Graco, para que el rigor con que fue castigado contraste con la impunidad de Catilina. Lo mismo hace con los demás ejemplos en este caso.
[3] Spurio Melio fue un caballero romano que durante una hambruna almacenó gran cantidad de grano y lo distribuyó a los ciudadanos. Así consiguió ser el ídolo del pueblo. El Senado lo acusó de aspirar a la monarquía y para oponer a su prestigio popular una autoridad temible al pueblo, nombró Dictador al célebre Cincinato. Él citó a Melio ante su tribunal, y Servilio Ahala, a quien Cincinato había nombrado jefe de caballería le llevó la orden para que compareciese. Melio se negó a obedecer, Servilio lo mató con una daga que llevaba escondida en la axila, y el Dictador aprobó su conducta.
[4] El padre de los Gracos, Tiberio Sempronio Graco, fue censor, dos veces cónsul y celebró dos Triunfos; su abuelo materno fue Escipión el Africano.
[5] Marco Fulvio Flacco, amigo y partidario de Cayo Graco, pero de carácter más turbulento y menos digno de estimación, murió con Graco a manos de la facción de la nobleza. El hecho ocurrió en el 121 a. de J.C., 11 años después de la muerte de Tiberio Graco.
[6] Algunos suponen que las palabras del texto, “inter falcarios”, significan que Catilina iba rodeado de satélites armados. Según Prisciano, designan el sitio donde habitaban los comerciantes y fabricantes de hoces. Cicerón cita este detalle para demostrar a Catilina lo bien enterado que estaba.
[7] Se cree que esta maldad fue haber dado muerte a un hijo suyo o haber violado a una hija natural.
[8] Los idus eran el día 15 de los meses de marzo, mayo, julio y octubre, y el 13 en los demás. En el día de los idus era costumbre que los deudores pagasen a sus acreedores los intereses de sus préstamos.
[9] Suetonio dice, apoyándose en el testimonio de autores contemporáneos, que César y Craso tomaron parte en esta conspiración, y que fracasó el último día de diciembre del 66 a. de J.C. porque al ver César que Craso no aparecía en el momento convenido, no dio la señal, y, según Salustio, fracasó por segunda vez el 5 de febrero porque Catilina se apresuró demasiado a darla.
[10] Alusión a la copa llena de sangre humana que, según se dijo, bebieron los conjurados. Salustio refiere el hecho, pero sin afirmarlo. Plutarco y Floro lo dan como cierto. La alusión aquí hecha prueba que el rumor de esta atrocidad estaba muy generalizado y que no era, como Salustio insinúa, una calumnia inventada por los amigos de Cicerón después de estos sucesos para disminuir el mal efecto del extremo rigor del cónsul.
[11] Acusado Catilina por Cicerón de complot, y citado ante los tribunales por Lucio Paulo, extremó el disimulo hasta el punto de ofrecerse voluntariamente a la Justicia y constituirse en prisión. Cuando los acusados eran personas de categoría, no se las conducía a la cárcel; se confiaba su guardia a algún magistrado, que le retenía en su casa bajo su responsabilidad; a esto se llamaba in custodiam dare.
[12] Quintiliano cita este apelativo como ejemplo de ironía. Catilina preveía sin duda que ningún hombre honrado querría recibirlo. Al ponerse en guardia de su amigo Marcelo, sin privarse de libertad, gozaba de las ventajas de la hipocresía.
[13] Este Marco Marcelo es el mismo cuyo llamamiento inspiró 17 años más tarde a Cicerón el elocuente discurso titulado Pro Marcello. No se lo debe confundir con el Marcelo de la nota precedente.
[14] Ironía originada por la costumbre de acompañar hasta alguna distancia a los magnates o magistrados que iban de viaje.
[15] Se llamaba foro a cualquier pueblo o aldea donde había mercado y se administraba justicia. Cada uno de estos pueblos llevaba el nombre del que había establecido el mercado en él. El foro de Aurelio estaba situado en la Vía Aurelia, por donde se iba de Roma a Etruria.
[16] Salustio dice que esta Águila, junto a la cual murió Catilina en la batalla de Pistoia, la había usado Mario en la guerra contra los cimbros.
[17] Eran las leyes Porcia y Sempronia.
En el año 63 antes de Cristo Cicerón ocupó el consulado. Lucio Sergio Catilina, un hombre de cuna patricia pero ambicioso, demagogo y turbulento intentó ser elegido cónsul para el año siguiente. Al ser derrotado, Catilina eligió un mecanismo más expeditivo: asesinar a los cónsules, a los magistrados y a los senadores más importantes y tomar el poder. Para favorecer su proyecto, Catilina y sus aliados promovieron una sublevación en Etruria. Los planes de Catilina (en los que se cree que estaban involucrados hasta cierto punto Marco Craso y Julio César) eran sospechados por muchos en Roma, pero sólo Cicerón se atrevió a sacarlos a la luz con este brillante discurso, cuyas palabras iniciales están entre las más famosas de su autor.
I. ¿Hasta cuando, Catilina, has de abusar de nuestra paciencia? ¿Cuándo nos veremos libres de tus sediciosos intentos? ¿A qué extremos se arrojará tu desenfrenada audacia? ¿No te arredran ni la guardia nocturna del Palatino, ni la vigilancia diurna en la ciudad, ni la alarma del pueblo, ni el acuerdo de todos los hombres honrados, ni este fortísimo lugar donde el Senado se reúne, ni las frases y semblantes de todos los senadores? ¿No comprendes que tus designios están descubiertos? ¿No ves que tu conjura fracasa por conocerla ya todos? ¿Imaginas que alguno de nosotros ignora lo que has hecho anoche y antes de anoche; donde estuviste, a quienes convocaste y qué resolviste? ¡Oh, que tiempos! ¡Que costumbres! ¡El Senado sabe esto, lo ve el cónsul, y sin embargo Catilina vive! ¿Qué digo vive? Hasta viene al Senado y toma parte en sus acuerdos, mientras con la mirada anota a aquellos a quienes designa a la muerte. ¡Y nosotros, hombres fuertes, creemos satisfacer a la República previniendo las consecuencias de su furor y de su espada! Hace tiempo, Catilina, que por orden del cónsul debiste ser llevado al suplicio para sufrir la misma suerte que contra todos nosotros, también desde hace tiempo, maquinas. Un ciudadano ilustre, Publio Escipión, Sumo Pontífice, sin ser magistrado[1], hizo matar a Tiberio Graco por intentar novedades que alteraban, aunque no gravemente, la constitución de la República[2]; y a Catilina, que se apresta a devastar con la muerte y el incendio al mundo entero, nosotros, los cónsules, ¿no lo castigaremos? Prescindo de ejemplos antiguos, como el de Servilio Ahala, que por su mano dio muerte a Spurio Melio porque meditaba cambios en el gobierno[3]. Hubo, sí, hubo en otros tiempos en esta República la virtud de que los hombres esforzados impusieran mayor castigo a los ciudadanos perniciosos que a los más acerbos enemigos. Tenemos contra ti, Catilina, un severísimo decreto del Senado; no falta a la República ni el consejo ni la autoridad de este alto cuerpo; nosotros, francamente lo digo, nosotros los cónsules somos quienes la faltamos.
II. En pasados tiempos decretó un día el Senado que el cónsul Opimio cuidara la salvación de la República, y antes del anochecer había sido muerto Cayo Graco por sospechas de intentos sediciosos, sin que le valiese la fama de su padre, abuelo y antepasados,[4] y había muerto también el ex cónsul Marco Fulvio[5] con sus hijos. Idéntico decreto confió a los cónsules Cayo Mario y Lucio Valerio la salud de la República. ¿Transcurrió un solo día sin que la vindicta pública se cumpliese con la muerte de Saturnino, tribuno de la plebe, y la del pretor Cayo Servilio? ¡Y nosotros, senadores, dejamos enmohecer en nuestras manos desde hace 20 días la espada de nuestra autoridad! Tenemos también un decreto del Senado, pero archivado, como espada metida en la vaina. Si cumpliera ese decreto morirías al instante, Catilina. Vives, y no vives para renunciar a tus audaces intentos, sino para insistir en ellos. Deseo, padres conscriptos, ser clemente; deseo también, en peligro tan extremo de la República, no parecer débil; pero ya condeno mi inacción, mi falta de energía. Hay acampado en Italia, en los desfiladeros de Etruria, un ejército dispuesto contra la República; crece día a día el número de los enemigos; el general de ese ejército, el jefe de esos enemigos está dentro de la ciudad y hasta lo vemos dentro del Senado maquinando sin cesar algún daño interno a la República. Si ahora ordenara que te capturaran y mataran, Catilina, creo que nadie me tacharía de cruel, y temo que los buenos ciudadanos me juzgarían tardío. Pero lo que hace tiempo debí hacer, por importantes motivos no lo realizo todavía. Morirás, Catilina, cuando no se pueda encontrar ninguno tan malo, tan perverso, tan semejante a ti, que no confiese la justicia de tu castigo. Mientras quede alguien que se atreva a defenderte, vivirás; pero vivirás como ahora vives, rodeado de muchos y seguros vigilantes para que no puedas moverte contra la República, y sin que lo adviertas habrá, como hasta ahora, muchos ojos que miren cuanto hagas y muchos oídos que escuchen cuanto digas.
III. ¿A qué esperar más, Catilina, si las tinieblas de la noche no ocultan las nefandas juntas ni las paredes de una casa particular contienen los clamores de la conspiración? ¿Si todo se sabe, si se publica todo? Cambia de propósitos, créeme; no pienses en muertes y en incendios. Atrapado como estás por todos lados, tus designios son para nosotros claros como la luz del día, y te lo voy a demostrar. ¿Recuerdas que el 21 de octubre dije en el Senado que en un día fijo, el sexto antes de las calendas de noviembre, se alzaría en armas Cayo Malio, secuaz y ministro de tu audacia? ¿Me equivoqué, Catilina, no solo en un hecho tan atroz, tan increíble, sino en lo que es más de admirar, en el día? Dije también en el Senado que habías fijado el quinto día antes de dichas calendas para matar a los más ilustres ciudadanos, muchos de los cuales se ausentaron de Roma, no tanto por salvar la vida como para impedir la realización de tus intentos. ¿Negarás acaso que ese mismo día, cercado por las guardias que mi diligencia te había puesto, ningún movimiento pudiste hacer contra la República, y decías que, aun cuando los demás se habían ido, con matarme a mí, que me había quedado, te dabas por satisfecho? ¿Qué más? Cuando confiabas en apoderarte de Preneste sorprendiéndola con un ataque nocturno el mismo día de las calendas de noviembre, ¿no advertiste las precauciones por mí tomadas para asegurar aquella fortaleza con guardias y centinelas? Nada haces, nada intentas, nada piensas, que yo no oiga, vea o sepa con certeza.
IV. Pero recuerda conmigo lo de la pasada noche: ya comprenderás que es mayor mi vigilancia para salvar la República que la tuya para destruirla. Aludo a la noche en que fuiste entre falcarios[6] (hablaré sin rebozo) a casa de Marco Leca, donde acudieron muchos cómplices de tu demencia y tu maldad. ¿Te atreves a negarlo? ¿Por qué callas? Si lo niegas, te lo probaré. Aquí en el Senado estoy viendo algunos de los que estuvieron contigo. ¡Oh, dioses inmortales! ¡Entre qué gentes estamos! ¡En qué ciudad vivimos! ¡Qué República tenemos! Aquí, aquí están entre nosotros, padres conscriptos, en este consejo, el más sagrado y augusto del mundo entero, los que meditan acabar conmigo y con todos vosotros, y con nuestra ciudad y con todo el mundo. Los estoy viendo yo, el cónsul, y les pido su parecer sobre los negocios públicos, y cuando conviniera acabar con ellos a estocadas, ni aun con las palabras se los ofende. Fuiste, pues, Catilina, esa noche a casa de Leca, repartiste Italia entre tus cómplices, determinaste adonde debía ir cada uno de ellos, elegiste a los que se habían de quedar en Roma y los que llevarías contigo, señalaste los parajes de la ciudad que habían de ser incendiados, aseguraste que partirías pronto, dijiste que si demorabas algo tu salida era porque aun vivía yo. Se ofrecieron entonces dos caballeros romanos a librarte de ese cuidado, prometiendo ir aquella misma noche poco antes del amanecer a mi casa para matarme en mi propio lecho. Todo esto lo supe después de terminada vuestra reunión, puse en mi casa una guardia más numerosa y fuerte; a los que enviaste a saludarme tan de madrugada, cuando llegaron a mi puerta les fue negada la entrada, pues ya había anunciado a muchos y excelentes hombres la hora en que debían ir a visitarme.
V. Siendo esto así, acaba, Catilina, lo que empezaste, sal por fin de la ciudad; abiertas tienes las puertas, parte. Ya hace días que tu ejército, a las órdenes de Malio, te desea como general. Llévate contigo a todos los tuyos; por lo menos al mayor número. Limpia de ellos la ciudad. Me librarás de gran miedo cuando entre tú y yo estén las murallas. Ya no puedes permanecer por más tiempo entre nosotros; no lo toleraré, no lo permitiré, no lo sufriré. Mucho tenemos que agradecer a los dioses inmortales y a Júpiter Stator, antiquísimo protector de Roma, por habernos librado tantas veces de tan perniciosa, cruel y terrible calamidad. No se consentirá más que por un solo hombre peligre la República. Cuando elegido cónsul pusiste contra mí asechanzas, Catilina, no me defendí con la fuerza pública, sino no mi propia cautela. Cuando en los últimos comicios consulares, siendo yo cónsul, quisiste matarme a mí y a tus competidores en el Campo de Marte, atajé tus malvados intentos con el auxilio de mis amigos y allegados, sin causar alarma alguna en el público; por último, siempre que atacaste a mi persona, te rechacé personalmente, aunque sabía que a mi muerte iba unida una gran calamidad para la patria. Pero ahora atacas a toda la República, ahora pides la muerte para todos los ciudadanos, y la ruina y devastación para los templos de los dioses inmortales, para las casas de la ciudad, para Italia entera; por lo cual, aunque no me atrevo a ejecutar lo que es privativo de mi cargo y autoriza la práctica de nuestros mayores, tomaré una determinación menos severa y más útil al bien común. Porque si ordenara matarte quedarían en la República las bandas de los demás conjurados; pero si te alejas (como no dejo de aconsejarte) saldrá contigo de la ciudad la perniciosa turba que es la hez de la República. ¡Y qué, Catilina! ¿Vacilas acaso en hacer, porque yo lo mande, lo que espontáneamente ibas a ejecutar? El cónsul ordena al enemigo salir de la ciudad. Me preguntas: “¿Para ir al destierro?” No lo mando, pero si me lo consultas, te lo aconsejo.
VI. Por que, Catilina, ¿qué atractivo puede tener ya para ti Roma, donde, fuera de la turba de perdidos, conjurados contigo, no queda nadie que no te tema, nadie que no te aborrezca? ¿Hay alguna clase de torpeza que no manche tu vida doméstica? ¿Hay algún género de infamia que no mancille tus negocios privados? ¿Qué impureza no contemplaron tus ojos, qué maldad no ejecutaron tus manos? ¿Qué deshonor no envolvió todo tu cuerpo? ¿A qué jovenzuelo de los seducidos por tus halagos no facilitaste para la crueldad la espada, para la lujuria la antorcha? ¿Qué más? Cuando hace poco la muerte de tu primera esposa te permitió contraer nuevas nupcias, ¿no acumulaste a esta maldad otra verdaderamente increíble? Maldad que callo y de buen grado consiento que quede ignorada, para que no se vea que en esta ciudad sucedió tan feroz crimen, o que no fue castigado.[7] Tampoco hablaré de la ruina de tu fortuna, de que estás amenazando para los próximos idus.[8] Prescindo de la ignominia privada de tus vicios, de tus dificultades y vergüenzas domésticas, para concretarme a lo que atañe a la República entera, a la vida y conservación de todos nosotros.
¿Puede agradarte, Catilina, el ambiente de esta vida, la luz de este cielo sabiendo que nadie aquí ignora que la víspera de las calendas de enero, al terminar el consulado de Lépido y Tullo, estuviste en los comicios armado de un puñal, reuniste gente para asesinar a los cónsules y los principales ciudadanos, y que frustró tu criminal tentativa, no el arrepentimiento ni el temor, sino la fortuna del pueblo romano?[9] Y omito hablar de otros crímenes, o por sabidos, o por cometidos poco después. ¿Cuántas veces intentaste matarme siendo cónsul electo y en ejercicio? ¿Cuántos golpes, al parecer imposibles de evitar, has dirigido contra mí y yo los esquivé ladeándome o, como suele decirse, hurtando el cuerpo? Nada haces, nada pretendes, nada ideas que yo no sepa a tiempo, y sin embargo, no desistes de tus propósitos y maquinaciones. ¿Cuántas veces se te ha quitado ese puñal de las manos? ¿Cuántas por acaso cayó de ellas? Y, sin embargo, apenas puedes separarlo de ti, ignorando yo la especie de consagración o devoción que te obliga a estimar indispensable clavarlo en el cuerpo de un cónsul.[10]
VII. ¿Pero cual es tu vida ahora? Porque quiero hablar contigo de modo que no parezca que me inspiras el odio que mereces, sino la misericordia a la que no eres acreedor. Entraste hace poco en el Senado. ¿Quién, de tan numeroso concurso, de tantos amigos y parientes tuyos, te saludó? Si no hay memoria de que esto haya ocurrido a nadie, ¿esperas acaso que formulen las palabras el severísimo juicio del silencio? ¿Qué, al sentarte no han quedado vacíos los asientos inmediatos? ¿No has visto a esos ex cónsules repetidas veces destinados por ti a la muerte abandonar sus asientos cuando ocupaste el tuyo, dejando desierto el espacio que te rodea? ¿Qué piensas hacer ante tal desvío? Si mis esclavos me temieran como los ciudadanos te temen, pensaría en dejar mi casa, y tú no resuelves abandonar esta ciudad. Y si viera que mis conciudadanos tuvieran de mí, aunque fuera injustamente, sospecha tan ofensiva, preferiría quitarme de su vista a que me mirara todo el mundo con malos ojos. Y tú, que por la conciencia de tus maldades sabes el justo odio que a todos inspiras, muy merecido desde hace tiempo, ¿vacilas en huir de la vista y presencia de aquellos cuyas ideas y sentimientos ofendes? Si tus padres te temieran y odiaran y no pudieras aplacarlos de modo alguno, creo que te alejarías de su vista. Pues la patria, madre común de todos nosotros, te odia y te teme, y hace tiempo sabe que sólo piensas en su ruina. ¿No respetarás su autoridad, ni seguirás su dictamen, ni te amedrentará su fuerza? A ti se dirige, Catilina, y callando te dice: “Ninguna maldad se ha cometido desde hace años de que tú no seas autor; ningún escándalo sin ti; libre e impunemente, tú sólo mataste a muchos ciudadanos, y vejaste y saqueaste a los aliados; tú no sólo has despreciado las leyes y los tribunales, sino que los humillaste y violaste. Lo pasado, aunque insufrible, lo toleré como pude; pero el estar ahora amedrentada por ti sólo y a cualquier ruido temer a Catilina; ver que nada pueda intentarse contra mi que no dependa de tu aborrecida maldad, no es tolerable. Vete, pues, y líbrame de este temor; si es fundado, para que no acabe conmigo; si es infundado, para que alguna vez deje de temer.”
VIII. Si, como he dicho, la patria te habla en esos términos, ¿no deberías atender su ruego, aunque no pueda emplear contra ti la fuerza? ¿Qué significa el haberte entregado tú mismo para estar bajo su custodia? ¿Qué indica el que tú mismo dijeras que, para evitar malas sospechas, querías habitar en casa de Manio Lépido, y que por no ser recibido en ella, me pidieses que te admitiera en la mía?[11] Te respondí que no podía vivir contigo dentro de los mismos muros, puesto que, no sin gran peligro mío vivíamos en la misma ciudad, y entonces fuiste al pretor Quinto Metello; y rechazado también por éste te fuiste a vivir con tu amigo, el dignísimo[12] Marco Marcelo, que te pareció sin duda el más diligente para custodiarte, el más sagaz para descubrir tus proyectos y el más enérgico para reprimirlos. Pero, ¿crees que debe estar muy lejos de la cárcel quien se ha juzgado a si mismo digno de ser custodiado? Siendo esto así, Catilina, y no pudiendo morir aquí tranquilamente, ¿dudas en marcharte a lejanas tierras para acabar en la soledad una vida tantas veces librada de justos y merecidos castigos?
“Propón al Senado mi destierro”, dices, y aseguras que, si a los senadores les parece bien decretarlo, obedecerás. No haré yo una propuesta contraria a mis costumbres; pero sí lo necesario para que comprendas lo que los senadores opinan de ti. Sal de la ciudad, Catilina; libra a la República del miedo; vete al destierro, si lo que esperas es oír pronunciar esa palabra. ¿Qué es esto, Catilina? Repara, advierte el silencio de los senadores. Consienten en lo que digo y callan. ¿A qué esperas la autoridad de sus palabras si con el silencio te dicen su voluntad? Si lo que te he dicho se lo dijera a este excelente joven, Publio Sextio, a este esforzado hombre, Marco Marcelo,[13] a pesar de mi dignidad de cónsul, a pesar de la santidad de este templo, con perfecto derecho me haría sentir el Senado su enérgica protesta. Pero lo oye decir de ti y, permaneciendo tranquilo, lo aprueba; sufriéndolo, lo decreta; callando, lo proclama. Y no solamente te condenan estos, cuya autoridad debe serte por cierto muy respetable cuanto en tan poco tienes sus vidas, sino también aquellos ilustres y honradísimos caballeros romanos y los esforzados ciudadanos que rodean el Senado, cuyo número pudiste ver hace poco y comprender su deseo y oír sus voces; cuyos brazos armados contra ti estoy conteniendo, y a quienes induciré fácilmente para que te acompañen hasta las puertas de esta ciudad que proyectas asolar.[14]
Pero, ¿qué estoy diciendo? ¿Haber algo que te contenga? ¿Ser tú capaz de enmienda? ¿Esperar que voluntariamente te destierres? ¡Ojala te inspirasen los dioses inmortales tal idea! Veo, sin embargo, si mis exhortaciones te indujeran a ir al destierro, la tempestad de odio que me amenaza, por estar fresca la memoria de tus maldades, en el porvenir. Poco me importa con tal que el daño sólo a mí alcance y no peligre la República. Pero en vano se esperará que te avergüences de tus vicios, que temas el castigo de las leyes, que cedas a las necesidades de la República; porque a ti, Catilina, no te retrae de la vida licenciosa la vergüenza; ni del peligro el miedo; ni del furor la razón. Por lo cual, como repetidamente te he dicho, vete, y si, cual dices, soy tu enemigo, excita contra mí el odio yendo derecho al destierro. Apenas podré sufrir las murmuraciones de la gente si así lo haces; apenas podré soportar el enorme peso de su aborrecimiento, si por el mandato del cónsul vas al destierro. Pero si quieres procurarme alabanzas y gloria, sal de aquí con el modestísimo grupo de tus malvados cómplices; únete con Malio; reúne a los perdidos, apártate de los buenos; haz guerra a tu patria; proclama el impío latrocinio para que se vea que no te he echado entre gente extraña sino invitado para que te unas a los tuyos. Pero, ¿por qué he de invitarte, cuando sé que has mandado gente armada al foro de Aurelio[15] para que te aguarde; cuando se que está ya convenido con Malio y señalado el día; cuando sé que ya has enviado el Águila de plata[16] que confío será fatal a ti y a los tuyos, y a la cual hiciste sagrario en tu casa para tus maldades? ¿Podrás estar mucho tiempo sin un objeto que acostumbras a venerar cuando intentas matar a alguien, pasando muchas veces tu impía diestra de su altar al asesinato de un ciudadano?
IX. Irás, por fin, adonde te arrastra tu deseo desenfrenado y furioso, que no te ha de causar esto pena, sino increíble satisfacción. Para tal demencia te creó la Naturaleza, te amaestró la voluntad y te reservó el destino. Nunca deseaste, no digo la paz, ni la misma guerra, como no fuese una guerra criminal. Has reunido un ejército de malvados, formado de gente perdida, sin fortuna, hasta sin esperanza. ¡Qué contento el tuyo! ¡Qué transportes de placer! ¡Qué embriaguez de regocijo cuando en el crecido número de los tuyos no oigas ni veas un hombre de bien! Para dedicarte a este género de vida te ejercitaste en los trabajos, en estar echado en el suelo, no sólo a fin de lograr los estupros, sino también otras maldades, velando por la noche para aprovecharte del sueño de los maridos o de los bienes de los incautos. Ahora podrás demostrar tu admirable paciencia para sufrir el hambre, el frío, la falta de todo recurso que dentro de breve tiempo has de sentir. Al excluirte del consulado, logré al menos que el daño que intentaras contra la República como desterrado, no lo pudieras realizar como cónsul, y que tu alzamiento contra la patria, más que guerra se llame latrocinio.
X. Ahora, padres conscriptos, anticipándome a contestar a un cargo que con justicia puede dirigirme la patria, os ruego que escuchéis con atención lo que voy a decir, y lo fijéis en vuestra memoria y en vuestro entendimiento. Si mi patria, que me es mucho más cara que la vida, si toda Italia, si toda la República dijera: “Marco Tulio, ¿qué haces? ¿Permitirás salir de la ciudad a aquel que ha demostrado que es enemigo, al que ves que va a ser general de los sublevados, al que sabes que aguardan estos en su campamento para que los acaudille, al autor de las maldades y cabeza de la conspiración, al que ha puesto en armas a los esclavos y a los ciudadanos perdidos, de manera que parezca, no que lo has echado de Roma, sino que lo has traído a ella? ¿Por qué no mandas capturarlo, por qué no ordenas matarlo? ¿Por qué no dispones que se le aplique el mayor suplicio? ¿Qué te lo impide? ¿Las costumbres de nuestros antepasados? Pues muchas veces en esta República los particulares dieron muerte a los ciudadanos perniciosos. ¿Las leyes relativas a la imposición del suplicio a los ciudadanos romanos?[17] Jamás en esta ciudad conservaron derecho de ciudadanía los que se sustrajeron a la obediencia de la República. ¿Temes acaso la censura de la posteridad? ¡Buena manera de demostrar tu agradecimiento al pueblo romano, que, siendo tú conocido únicamente por tu mérito personal, sin que te recomendase el de tus antepasados, te confirió tan temprano el más elevado cargo, eligiéndote antes para todos los que le sirven de escala, será abandonar la salvación de tus conciudadanos por librarte del odio o por temor a algún peligro! Y si temes hacerte odioso, ¿es menor el odio engendrado por la severidad y la fortaleza que el producido por la flojedad y el abandono? Cuando la guerra devaste Italia y aflija a las poblaciones, cuando ardan las casas, ¿crees que no te alcanzará el incendio de la indignación pública?”
XI. A estas sacratísimas voces de la patria y a los que en su conciencia opinan como ella, responderé brevemente. Si yo entendiera, padres conscriptos, que lo mejor en este caso era condenar a muerte a Catilina, ni una hora de vida concedería a ese gladiador; porque si a los grandes hombres y eminentes ciudadanos la sangre de Saturnino, de los Gracos, de Flacco y de muchos otros facciosos no los manchó, sino que los honró, no había de temer que por la muerte de este asesino de ciudadanos me aborreciese la posteridad. Y aunque me amenazara esta desdicha, siempre he opinado que el aborrecimiento por un acto de justicia es para el aborrecido un título de gloria.
No faltan entre los senadores quienes no ven los peligros inminentes o, viéndolos, hacen como si no los vieran, los cuales, con sus opiniones conciliadoras, fomentaron las esperanzas de Catilina, y por no dar crédito a la conspiración naciente, le dieron fuerzas. Atraídos por la autoridad de éstos, les siguen muchos, no sólo de los malvados, sino también de los ignorantes; y si impusiera el castigo, me acusarían éstos de cruel y tirano. En cambio entiendo que si éste que nos oye va a capitanear las tropas de Malio, no habrá ninguno tan necio que no vea la conspiración, ni tan perverso que no la confiese. Creo que con matar a éste disminuiríamos el mal que amenaza a la República, pero no lo atajaríamos para siempre; y si éste se va seguido de los suyos y reúne todos los demás náufragos recogidos de todas partes, no solo se extinguirá esta peste tan extendida en la República, sino que también se extirparán los retoños y semillas de todos nuestros males.
XII. Hace mucho tiempo, padres conscriptos, que andamos entre estos riesgos de conspiraciones y asechanzas; pero no sé por qué fatalidad todas estas antiguas maldades, todos estos inveterados furores y atrevimientos han llegado a sazón en nuestro consulado; y si de tantos conspiradores sólo suprimimos éste, acaso nos veamos libres por algún tiempo de estos cuidados y temores; pero el peligro continuará, porque está dentro de las venas y entrañas de la República. Así como a veces los gravemente enfermos, devorados por el ardor de la fiebre, si beben agua fría creen aliviarse, pero sienten después más grave la dolencia, de igual modo la enfermedad que padece la República, aliviada por el castigo de éste, se agravará después por quedar los otros con vida. Que se retiren, pues, padres conscriptos, los malvados, y, apartándose de los buenos, se reúnan en un lugar: que los separe un muro de nosotros, como ya he dicho muchas veces; dejen de poner asechanzas al cónsul en su propia casa, de cercar el tribunal del pretor urbano, de asediar la Curia armados de espadas, de reunir manojos de sarmientos para prender fuego a la ciudad. Lleve, por fin, cada ciudadano escrito en la frente su sentir respecto de la República. Os prometo, padres conscriptos, que, gracias a la activa vigilancia de los cónsules, a vuestra gran autoridad, al valor de los caballeros romanos y a la unión de todos los buenos, al salir Catilina de Roma todo lo veréis descubierto, claro, sujeto y castigado.
Márchate, pues, Catilina, para bien de la República, para desdicha y perdición tuya y de cuantos son tus cómplices en toda clase de maldades y en el parricidio; márchate a comenzar esa guerra impía y maldita. Y tú, Júpiter, cuyo culto estableció Rómulo bajo los mismos auspicios que esta ciudad, a quien llamamos Stator por ser conservador de Roma y de su Imperio, alejarás a éste y a sus cómplices de tus altares y de los otros templos, de las casas y murallas; librarás de sus atentados la vida y los bienes de todos los ciudadanos y a los perseguidores de los hombres honrados, enemigos de la patria, ladrones de Italia, unidos en asociación criminal para realizar maldades, los condenarás en vida y muerte a eternos suplicios.
[1] Escipión Nasica, nieto de Escipión el Africano. Cicerón lo llama privatus porque el cargo de Sumo Pontífice no era una magistratura.
[2] Cicerón atenúa intencionalmente la falta de Tiberio Graco, para que el rigor con que fue castigado contraste con la impunidad de Catilina. Lo mismo hace con los demás ejemplos en este caso.
[3] Spurio Melio fue un caballero romano que durante una hambruna almacenó gran cantidad de grano y lo distribuyó a los ciudadanos. Así consiguió ser el ídolo del pueblo. El Senado lo acusó de aspirar a la monarquía y para oponer a su prestigio popular una autoridad temible al pueblo, nombró Dictador al célebre Cincinato. Él citó a Melio ante su tribunal, y Servilio Ahala, a quien Cincinato había nombrado jefe de caballería le llevó la orden para que compareciese. Melio se negó a obedecer, Servilio lo mató con una daga que llevaba escondida en la axila, y el Dictador aprobó su conducta.
[4] El padre de los Gracos, Tiberio Sempronio Graco, fue censor, dos veces cónsul y celebró dos Triunfos; su abuelo materno fue Escipión el Africano.
[5] Marco Fulvio Flacco, amigo y partidario de Cayo Graco, pero de carácter más turbulento y menos digno de estimación, murió con Graco a manos de la facción de la nobleza. El hecho ocurrió en el 121 a. de J.C., 11 años después de la muerte de Tiberio Graco.
[6] Algunos suponen que las palabras del texto, “inter falcarios”, significan que Catilina iba rodeado de satélites armados. Según Prisciano, designan el sitio donde habitaban los comerciantes y fabricantes de hoces. Cicerón cita este detalle para demostrar a Catilina lo bien enterado que estaba.
[7] Se cree que esta maldad fue haber dado muerte a un hijo suyo o haber violado a una hija natural.
[8] Los idus eran el día 15 de los meses de marzo, mayo, julio y octubre, y el 13 en los demás. En el día de los idus era costumbre que los deudores pagasen a sus acreedores los intereses de sus préstamos.
[9] Suetonio dice, apoyándose en el testimonio de autores contemporáneos, que César y Craso tomaron parte en esta conspiración, y que fracasó el último día de diciembre del 66 a. de J.C. porque al ver César que Craso no aparecía en el momento convenido, no dio la señal, y, según Salustio, fracasó por segunda vez el 5 de febrero porque Catilina se apresuró demasiado a darla.
[10] Alusión a la copa llena de sangre humana que, según se dijo, bebieron los conjurados. Salustio refiere el hecho, pero sin afirmarlo. Plutarco y Floro lo dan como cierto. La alusión aquí hecha prueba que el rumor de esta atrocidad estaba muy generalizado y que no era, como Salustio insinúa, una calumnia inventada por los amigos de Cicerón después de estos sucesos para disminuir el mal efecto del extremo rigor del cónsul.
[11] Acusado Catilina por Cicerón de complot, y citado ante los tribunales por Lucio Paulo, extremó el disimulo hasta el punto de ofrecerse voluntariamente a la Justicia y constituirse en prisión. Cuando los acusados eran personas de categoría, no se las conducía a la cárcel; se confiaba su guardia a algún magistrado, que le retenía en su casa bajo su responsabilidad; a esto se llamaba in custodiam dare.
[12] Quintiliano cita este apelativo como ejemplo de ironía. Catilina preveía sin duda que ningún hombre honrado querría recibirlo. Al ponerse en guardia de su amigo Marcelo, sin privarse de libertad, gozaba de las ventajas de la hipocresía.
[13] Este Marco Marcelo es el mismo cuyo llamamiento inspiró 17 años más tarde a Cicerón el elocuente discurso titulado Pro Marcello. No se lo debe confundir con el Marcelo de la nota precedente.
[14] Ironía originada por la costumbre de acompañar hasta alguna distancia a los magnates o magistrados que iban de viaje.
[15] Se llamaba foro a cualquier pueblo o aldea donde había mercado y se administraba justicia. Cada uno de estos pueblos llevaba el nombre del que había establecido el mercado en él. El foro de Aurelio estaba situado en la Vía Aurelia, por donde se iba de Roma a Etruria.
[16] Salustio dice que esta Águila, junto a la cual murió Catilina en la batalla de Pistoia, la había usado Mario en la guerra contra los cimbros.
[17] Eran las leyes Porcia y Sempronia.
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