La guerra volvió a estallar, pero esta vez en Asia y contra Mitrídates VI del Ponto. El ex cónsul Manio Aquilio, enviado por el Senado a Anatolia con rango de procónsul, había persuadido u obligado al nuevo rey de Bitinia, Nicomedes IV, a invadir el Ponto. Es muy probable que esta invasión haya sido orquestrada por Aquilio por pura codicia: Mitrídates era uno de los reyes más ricos de Asia Menor y tal vez de toda Asia. En cualquier caso, le dio al rey del Ponto la excusa perfecta para comenzar su expansión. Mitrídates soñaba con convertir su reino en un Imperio, como Alejandro Magno, y con superar al propio Alejandro repartiéndolo entre sus hijos (recordemos que Alejandro sólo tuvo un hijo con su esposa Roxana, que fue envenenado en la adolescencia; Mitrídates, en cambio, tenía decenas de esposas y concubinas y quizá centenares de hijos).
La contraofensiva de Mitrídates contra Nicomedes y Aquilio fue devastadora. En cuestión de meses, Mitrídates logró conquistar Bitinia, Capadocia y la provincia romana de Asia. También consiguió que Grecia se sublevara a su favor. Nicomedes IV consiguió huir a Roma, pero Aquilio fue capturado por el rey del Ponto, que lo ejecutó de una forma brutal pero no exenta de justicia poética: le hizo tragar oro fundido. Mitrídates también ordenó el asesinato de todos los romanos e italianos residentes en los países que había conquistado, junto a sus esclavos. Las fuentes antiguas hablan de 80.000 muertos. Mitrídates fue lo bastante inteligente como para ordenar que fuesen las autoridades municipales quienes realizaran las matanzas en vez de sus propios hombres; así consiguió que las ciudades unieran su causa a la suya, en temor a una eventual venganza de los romanos.
Esto ocurrió en el 87. Para ese entonces, la actuación de Sila en la Guerra Social le había permitido ser elegido primer cónsul, con su consuegro Quinto Pompeyo Rufo como segundo cónsul. Al llegar las noticias de la nueva guerra en Oriente, Sila reclamó el mando (algo que le correspondía por su rango). Pero Mario, que se había recuperado del infarto, también pidió el mando de la guerra. Mario seguía siendo tratado como un paria por la nobleza, pero el pueblo había vuelto a quererlo y admirarlo, recordando sus hazañas en la guerra contra Yugurta, los cimbros y teutones, y la Guerra Social. Pronto quedó claro que si bien el Senado apoyaba sin reservas a Sila, el pueblo estaba con Mario. Y Mario supo a quien acudir para hacer valer sus reclamos: Publio Sulpicio Rufo. Sulpicio era un tribuno de la plebe conservador... pero con muchas deudas. No le fue difícil convencer al carismático Sulpicio de cambiar de bando, a cambio de librarlo de sus acreedores.
Sulpicio utilizó a las Asambleas no solo para quitarle el mando a Sila y dárselo a Mario, sino para destruir el poder del Senado. Llevó a cabo una medida muy astuta: expulsar de la Cámara a todos aquellos miembros que tuviesen deudas. Como casi todos los senadores estaban de alguna manera endeudado, el Senado quedó reducido a unas pocas decenas de miembros. Esto generó la reacción violenta de los nobles, que intentaron asesinar a Sulpicio durante una Asamblea en el Foro. Pero Sulpicio los estaba esperando con una guardia de gladiadores. Los disturbios causaron la muerte de varios ciudadanos destacados, entre ellos el joven Quinto Pompeyo Rufo, yerno de Sila. El propio Sila sólo pudo escapar de la muerte refugiándose en la casa de Mario; una vez allí, le suplicó que terminase con la violencia y desistiera de buscar el mando de la guerra contra Mitrídates, pero Mario no le hizo caso.
Sila entonces huyó de la ciudad y se encontró con sus tropas en Nola. Los soldados estaban acantonados allí a la espera de ir a Grecia a luchar contra Mitrídates; Sila los había mandado durante la Guerra Social y le eran fanáticamente leales. El cónsul los convenció sin mucha dificultad de rebelarse contra Mario y Sulpicio y marchó con seis legiones a Roma. Esta decisión fue histórica. Nunca ningún romano había llegado tan lejos como Sila; si bien Cayo Graco y Saturnino intentaron derrocar al gobierno, nunca habían recurrido a los ejércitos de Roma, sino al populacho, y además habían fracasado. Pero Sila actuó sin vacilar, abriendo una caja de Pandora.
Fue fácil para el cónsul tomar la ciudad. Mario y Sulpicio estaban tan estupefactos ante la decisión de Sila que apenas atinaron a armar un ejército irregular de esclavos y gladiadores para intentar impedirle la entrada, que fue rápida y violentamente aniquilado por las tropas profesionales de Sila. Mario debió huir a África y Sulpicio fue capturado y ejecutado; Sila aparentemente clavó en persona su cabeza en una pica, en la tribuna desde donde pronunciaba sus discursos en el Foro.
Sila condenó a Mario y sus aliados a muerte, derogó las leyes de Sulpicio y restauró el poder del Senado, tras lo cual hizo elegir nuevos magistrados. No tuvo suerte: si bien el primer cónsul, Gneo Octavio, era partidario suyo, el segundo cónsul, Lucio Cornelio Cinna, y la mayoría de los tribunos de la plebe eran partidarios de Mario. Tal vez creyendo que Octavio y el Senado serían capaces de controlar a Cinna y a los tribunos o tal vez harto de Roma y sus intrigas, Sila dejó las cosas como estaban y fue a luchar contra Mitrídates.
Apenas se fue, Cinna comenzó su enfrentamiento contra Octavio y los conservadores. El enfrentamiento pronto se volvió violento, y Cinna y los tribunos fueron expulsados de Roma. Pero Cinna no estaba derrotado, ni tampoco Mario. Y mientras Cinna reunía tropas en Italia para reconquistar Roma, Mario reunió algunas tropas en África y viajó a la península. Allí, consiguió que muchísima gente se uniera a su ejército gracias a la popularidad de la que todavía gozaba. Mario y Cinna unificaron sus tropas, a las que se añadió un contingente de soldados samnitas que decidieron apoyar a su facción en la guerra civil.
En Roma, el ejército de Pompeyo Estrabón intentó evitar la invasión. Pero la causa de los conservadores quedó perdida cuando Pompeyo Estrabón murió abatido por un rayo, con lo cual sus tropas se dispersaron. Mario y Cinna tomaron Roma y se hicieron reelegir cónsules: se trataba del séptimo consulado que le habían profetizado a Mario.
Mario desató una purga sanguinaria en la ciudad. Centenares de sus enemigos fueron asesinados salvajemente, entre ellos Octavio, Cátulo César, Antonio Orator y otros. Los cadáveres de los asesinados eran decapitados y arrojados a las calles; las cabezas de los más importantes eran exhibidas en el Foro clavadas en picas, como la de Sulpicio. Los soldados que fueron utilizados para la masacre, llamados bardiotas, terminaron por asesinar, robar y violar por capricho, totalmente descontrolados.
Al final, Cinna, harto de la matanza, le puso fin atacando con sus propias tropas, que no habían participado, el campamento de los bardiotas mientras ellos dormían y pasandolos por armas. Mario, por su parte, se sentía atormentado por los remordimientos y las pesadillas, por lo que intentó disiparlos con el vino. Su salud física y mental empezó a deteriorarse. Delirante, daba órdenes a sus sirvientes como si fuesen soldados y estuviesen luchando contra Mitrídates. Murió a los 17 días de haber asumido su séptimo consulado (hay que señalar que el número 17 era de mala suerte para los romanos, como el 13).
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