El 24 de marzo de 1976 el gobierno constitucional de María Estela Martínez fue derrocado por un golpe de Estado encabezado por Jorge Videla, Emilio Massera, y Orlando Agosti, jefes del Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea respectivamente. Durante los siguientes 7 años, 8 meses y 17 días el país vivió la dictadura más sangrienta de su historia. Miles de personas fueron secuestradas, torturadas, violadas y/o asesinadas. Sus hogares fueron saqueados, sus hijos privados de la identidad. Y la mayoría de los cuerpos fueron arrojados al mar, incinerados y enterrados en fosas comunes, por lo que muy pocos han sido recuperados. Si bien todos los presidentes de facto y la mayoría de los funcionarios del gobierno pertenecían al Ejército, el centro clandestino de detención más famoso y por el que más personas pasaron pertenecía a la Marina: la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA).
La dictadura utilizó como excusa el accionar de la guerrilla de extrema izquierda para asesinar a todos sus opositores armados y desarmados. La cifra de "desaparecidos" sigue discutiendose, pero fue calculada entre 5.000 y 30.000 personas.
La derrota en la guerra de las Malvinas en 1982 precipitó el final de la dictadura. Leopoldo Galtieri, quien dio inicio al conflicto ordenando invadir las islas bajo la influencia de Jack Daniels y Johnny Walker, renuncio a la presidencia de facto y fue reemplazado por Reinaldo Bignone, quien convocó a elecciones. De estos comicios surgió el -entonces- carismático dirigente de la UCR, Raúl Alfonsín, quien asumió la presidencia en diciembre de 1983.
Alfonsín debió enfrentarse a muchos problemas en su gobierno desde el día 1. La inflación, las secuelas de la guerra de Malvinas, la deuda externa, los conflictos gremiales... Y además de eso, el tema de los crímenes de la dictadura.
El flamante presidente y sus colaboradores tenían un esquema para manejar el problema de cómo juzgarlos. En ese esquema había tres niveles de responsabilidad: quienes dieron las órdenes del genocidio, quienes las cumplieron y quienes se excedieron en su cumplimiento. El primer paso fue ordenar una investigación independiente de las violaciones a los derechos humanos. Alfonsín designó a una Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP). Sus miembros eran Ernesto Sábato (presidente), Ricardo Colombres, René Favaloro, Hilario Fernández Long, Carlos Gattinoni, Gregorio Klimovsky, Marshall Meyer, el obispo Jaime de Nevares, Eduardo Rabossi, Magdalena Ruíz Guiñazú y los diputados Santiago Marcelino López, Hugo Piucill y Horacio Hugo Duarte.
El gobierno apoyó la investigación de la CONADEP frente a las resistencias de los militares, pero cuando recibió su informe final en 1984 quedó estupefacto. Las cifras de desaparecidos que manejaban eran insignificantes frente a los 5.000 que consignó la CONADEP. Recién ahí el presidente y sus asesores -junto con el resto de la sociedad- llegaron a apreciar la magnitud de las violaciones a los derechos humanos practicadas por la dictadura. Probablemente, en ese momento, se hayan arrepentido de haber ordenado la investigación.
Alfonsín, sin embargo, decidió continuar su plan e hizo procesar a los jefes de las Juntas Militares (organismo ubicado en la cúspide del Estado dictatorial, formado por los jefes del Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea, que designaba y removía al presidente de facto), junto con los líderes guerrilleros supervivientes y con varios represores emblemáticos como Ramón Camps. En noviembre de 1985 los ex jefes de las Juntas Militares fueron condenados: Videla y Massera a reclusión perpetua, Roberto Viola a 17 años de prisión, Armando Lambruschini a 8 y Agosti a 4. Omar Graffigna, Basilio Lami Dozo, Isaac Anaya y Galtieri fueron absueltos.
Si Alfonsín esperaba que el juicio a las Juntas satisfacería a la sociedad, se equivocó. Los organismos de derechos humanos continuaron impulsando juicios contra militares ubicados debajo de los miembros de las Juntas en la escala jerárquica. La "familia" militar reaccionaba con cada vez más irritación. Habían abandonado a las Juntas a su suerte, pues se consideraban traicionados por ellas, pero no estaban dispuestos a permitir que la Justicia les pidiera explicaciones por su "victoria" en la "guerra contra la subversión".
A fines de 1986 Alfonsín presentó en el Congreso un proyecto de ley que imponía un límite de 60 días para definir procesamientos a involucrados en los crímenes de la dictadura que vencía en marzo de 1987. La aprobación de la ley -conocida como "Ley del Punto Final"- fue ardua, pues los propios legisladores oficialistas se resistían a ella. Alfonsín debió amenazarlos con su renuncia, por lo que tengo entenidido, para conseguir sus votos. El diputado Federico Storani votó a favor pero aclaró que lo hacía por "disciplina partidaria".
El Punto Final no alcanzó para frenar los juicios a represores; de hecho, los aceleró. En la Semana Santa de 1987 el mayor Ernesto Barreiro fue citado a declarar, pero se negó. Se escondió en un regimiento de Córdoba y este solitario gesto de rebeldía hizo estallar el polvorín militar. Mientras la sedición de Barreiro era protegida por sus superiores y apoyada por sus camaradas, el teniente coronel Aldo Rico abandonó su cuartel en Misiones y aterrizó en Campo de Mayo para tomar la Escuela de Infantería. Rico y sus compinches aparecieron ante las cámaras disfrazados de comandos, con los rostros tiznados, motivo por el cual pasaron a la Historia como los carapintadas.
La rebelión en sí era insignificante. Los carapintadas no tenían suficientes hombres como para derrocar al gobierno constitucional. Pero desde el punto de vista político, era un suceso importante. Alfonsín temía que Rico desempeñara el mismo papel que Eduardo Lonardi en 1955. En ese año, Lonardi encabezó una sublevación en Córdoba contra Juan Perón. Militarmente, Perón hubiese podido aplastarla con facilidad, pero el entonces presidente estaba muy debilitado y bastó con que Lonardi levantase un foco de rebeldía para que su gobierno se derrumbase. No obstante, a diferencia de lo que sucedió en 1955, la sociedad civil salió masivamente a respaldar a Alfonsín.
Alfonsín estaba en una encrucijada: había una multitud en Plaza de Mayo manifestando su apoyo al gobierno constitucional y había otra en Campo de Mayo repudiando a los carapintadas. Pero los militares "leales" no querían reprimir a Rico y a los suyos. Finalmente, el presidente viajó a Campo de Mayo en helicóptero y se entrevistó con Rico. En una negociación a puerta cerrada, consiguió que los rebeldes se rindieran. Luego voló a la Casa Rosada, salió al balcón y dio un discurso en el que anunció el fin de la rebelión. Saludó a la multitud con dos frases que aun hoy siguen siendo recordadas con amargura: "Felices Pascuas" y "La casa está en orden". Mientras tanto, los carapintadas festejaban obscenamente en Campo de Mayo.
Al poco tiempo, Alfonsín demostró lo que significaba para él "poner en orden la casa": envió al Congreso un proyecto de ley que extendía un manto de impunidad sobre todos los oficiales de rango inferior al de los miembros de las Juntas, con el pretexto de que actuaron obedeciendo órdenes. La llamada "Ley de Obediencia Debida" significó la libertad para miles de asesinos y torturadores.
Las llamadas Leyes del Perdón fueron repudiadas por la opinión pública, pero Alfonsín, actuando con una soberbia imperdonable, las hizo aprobar de todos modos. Fue el principio del fin para su gobierno. En ese mismo 1987 el oficialismo fue derrotado en las elecciones legislativas (había ganado en 1983 y 1985). En 1989 el candidato presidencial de la UCR, Eduardo Angeloz, fue derrotado por Carlos Menem, del PJ. En julio del mismo año Alfonsín tuvo que adelantar la entrega del mando que debía realizarse en diciembre, acosado por la hiperinflación, los saqueos y más sublevaciones militares. En 1990 Menem completó la faena indultando a los miembros de las Juntas Militares encarcelados en 1985 y a los demás represores que estaban tras las rejas.
En el 2001 las Leyes del Perdón fueron declaradas inconstitucionales por el juez federal Gabriel Cavallo. En el 2003 fue el Congreso, impulsado por el gobierno de los Kirchner, quien las anuló. Y en el 2005 la Corte Suprema confirmó la nulidad, reabriendo centenares de causas por violaciones a los derechos humanos. Alfonsín, paradójicamente, elogió la medida, afirmando que en su momento las leyes habían sido necesarias para "fortalecer" la democracia, pero que ahora era posible anularlas sin peligro.
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