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domingo, 22 de abril de 2007

Los asesinos de Santa Cruz

A principios de la década de 1970, la pequeña ciudad californiana de Santa Cruz tuvo el triste honor de tener no a uno sino a dos asesinos en serie “trabajando” en la zona.
Herbert Mullin nació el 18 de abril de 1947. Su padre era un veterano de la Segunda Guerra Mundial, a quien solo se le puede reprochar el haberle enseñado a su hijo cómo usar un arma desde que era muy joven. Tenía muchos amigos, y sus compañeros del secundario lo votaron como el alumno “con más probabilidades de triunfar en el futuro” cuando se graduó. Todo cambió cuando uno de sus mejores amigos murió en un accidente automovilístico. Su dolor fue tan grande que llegó a hacerle una pequeña capilla en su dormitorio; más tarde dijo tener miedo de que sus sentimientos hacia su amigo muerto fuesen signo de homosexualidad.
A medida que los años pasaban y Herbert abandonaba la adolescencia, se fue volviendo cada vez más inestable. Abandonó a su novia sin dar explicaciones, comenzó a obsesionarse con los terremotos e intentó cometer incesto con su hermana. Afirmó desear hacer un viaje a la India para estudiar religión allí, pero nunca lo realizó.
En 1969, a los 21 años, Herbert permitió a su familia internarlo en un hospital psiquiátrico, y durante los siguientes años, fue pasando de manicomio en manicomio, de los cuales terminaba yéndose al poco tiempo. Parece que se quemaba la piel con cigarrillos, hablaba solo, o bien con personas inexistentes. En 1972, a los 25, Herbert regresó a casa de sus padres en Santa Cruz. Para ese entonces, estaba oyendo voces en su cabeza que le decían que un terremoto devastador se avecinaba y que sólo podría salvar a California matando gente.
El 13 de octubre, Mullin asesinó a un homeless a golpes con su bate de béisbol. Su siguiente víctima fue Mary Guilfoyle, de 24 años, a quien Herbert había encontrado haciendo dedo en la ruta. La mató a puñaladas, la destripó y la arrojó afuera del vehículo. Luego colgó los intestinos de la rama de un árbol cercano para examinarlos, pues afirmó que estaban “contaminados”. Este segundo asesinato suyo fue, en su momento, atribuido a Edmund Kemper, de quien hablaremos más abajo. En noviembre, Herbert cometió su tercer asesinato: fue a confesarse con el padre Henri Tomei y terminó matándolo a puñaladas.
Después de eso, Mullin intentó aparentemente terminar con su racha de asesinatos uniéndose a la Marina estadounidense. Pasó los exámenes físicos y psiquiátricos, pero lo rechazaron al descubrir que tenía algunos antecedentes penales, sobre todo por vandalismo.
Creyendo que era víctima de una conspiración dirigida nada más y nada menos que por el movimiento hippie, Herbert decidió seguir matando. El 25 de enero de 1973, después de comprar varias armas de fuego, fue a buscar a Jim Gianera, un compañero del secundario que le había vendido marihuana años atrás. Lo curioso es que al llegar a su domicilio descubrió que se había mudado. La mujer que vivía en la antigua casa de Gianera, Kathy Francis, le dio la nueva dirección, tras lo cual Herbert fue allí y lo asesinó a quemarropa junto con su esposa. Después de apuñalar los cadáveres, Herbert volvió a casa de Kathy Francis y la mató a tiros junto a sus hijos de 9 y 6 años. Hay que señalar que, como el marido de Francis (ausente de su casa aquella noche), al igual que Gianera, era un narcotraficante de poca monta, la policía pensó que los cinco asesinatos estaban relacionados con un ajuste de cuentas mafioso.
El 10 de febrero Herbert estaba en el parque estatal Henry Cowell Redwoods y encontró a cuatro adolescentes acampando. Se les acercó, afirmó ser un guardabosques, habló amablemente con ellos durante un rato y luego, sin la menor provocación, sacó una pistola y los mató a todos.
El último asesinato ocurrió el 13, cuando Herbert estaba manejando, frenó su auto, le disparó a un anciano y se dio a la fuga. Pero el homicidio ocurrió a plena luz del día, frente a decenas de testigos, por lo que no le fue difícil a la policía capturarlo. En 4 meses había asesinado a 13 personas.
A Herbert lo acusaron de los 10 últimos asesinatos (más tarde confesó los tres primeros). Los de Jim Gianera y Kathy Francis fueron caratulados como homicidios premeditados, mientras que los otros 8 fueron caratulados como sin premeditación. Terminó condenado a cadena perpetua. Recién podrá aspirar a la libertad condicional en el 2025, cuando tenga 77 años.
Edmund Kemper nació el 18 de diciembre de 1948 en Burbank, California. A diferencia de Mullin, Kemper manifestó signos de psicosis desde la infancia: torturaba y mataba animales por placer, realizaba extraños ritos sexuales con las muñecas de sus hermanas, y una vez dijo que para poder besar a una maestra de la escuela de quien se había enamorado, tendría que matarla. También a diferencia de Mullin, que tuvo un entorno familiar relativamente normal, Kemper sufría constantes humillaciones por parte de su madre, que a veces llegaba a encerrarlo en el sótano con la excusa de que podía intentar abusar sexualmente de sus hermanas.
El 27 de agosto de 1964 Kemper, que entonces tenía 15 años, asesinó a tiros a sus abuelos en la cocina de su casa. Cuando le preguntaron el motivo, simplemente respondió que “quería saber cómo sería matar al abuelo y a la abuela”.
Kemper fue internado en un hospital psiquiátrico, pero eventualmente fue liberado y puesto bajo custodia de su madre, que entonces vivía en Santa Cruz. Al parecer Kemper logró convencer a varios psiquiatras de que estaba cuerdo; incluso posteriormente, cuando estaba cometiendo sus asesinatos en serie, seguía dándoles a los médicos que lo entrevistaban una buena impresión.
Entre mayo de 1972 y febrero de 1973 Kemper asesinó a 6 chicas. Parece que salía “de caza” después de discutir con su madre, como una forma de descargar su ira asesina en otras mujeres. El modus operandi que siguió fue, a diferencia del de Mullin, siempre el mismo: recogía con su automóvil a las jóvenes que hacían dedo en la ruta, las llevaba a una carretera rural muy poco transitada, las asesinaba allí (por asfixia, disparándoles o apuñalándolas) y llevaba los cuerpos a su departamento, donde tenía relaciones sexuales con ellos y los disecaba, para luego enterrarlos o arrojarlos en algún descampado. En una ocasión, sin embargo, se arriesgó a enterrar la cabeza de una chica de 15 años en el jardín de la madre de ella.
En abril de 1973, Kemper terminó por hartarse de su madre y la atacó con un martillo mientras dormía. Tras matarla a golpes, decapitó su cadáver, tuvo relaciones sexuales con él, usó su cabeza como blanco, arrojándole dardos, y tiró sus cuerdas vocales a la basura. Después invitó a Sally Hallett, una amiga de su madre, y la mató estrangulándola. Luego manejó por unas horas en su auto, escuchando la radio. Al ver que no pasaban la noticia de la muerte de su madre y su amiga, se bajó del auto y llamó a la policía. Confesó ser el asesino y se quedó tranquilamente esperando que vinieran a arrestarlo. Curiosamente, Kemper pidió que lo condenaran a muerte, pero como entonces esa pena no regía en California, tuvo que conformarse con cadena perpetua. Sigue vivo actualmente.
Un par de detalles interesantes. El novelista Thomas Harris se inspiró en parte en Kemper para crear al personaje del asesino serial Buffalo Bill, en El silencio de los inocentes, quien cometía su primer homicidio en la adolescencia, matando a sus abuelos.
Kemper dijo esta frase en una ocasión: “Cuando veo una chica linda caminando por la calle, pienso dos cosas. Una parte de mí quiere llevarla a mi casa, ser amable con ella y tratarla bien. La otra quiere saber cómo se vería su cabeza clavada en una pica.” En la novela American Psycho, el protagonista Patrick Bateman (él mismo un asesino serial) cita esa frase pero la atribuye equivocadamente a Ed Gein.
Parece que en una ocasión Kemper y Mullin estuvieron en celdas contiguas, y que Kemper le reprochó a su “colega” el haberle “robado” sitios para arrojar los cadáveres de sus víctimas (lo cual, como sabemos, es falso, pues Mullin nunca se tomó la molestia de intentar ocultar los cuerpos). A causa de Mullin y Kemper, los habitantes de Santa Cruz decían, con amarga ironía, que su ciudad se había convertido en la “capital mundial de los asesinos en serie”.

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